lunes, 27 de junio de 2016

Capítulo 2. Tercera parte

No me animaba, Pichichus, a restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La gente tiene tantas necesidades, casi todas falsas. Nadie puede decir con certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que pueden establecerse realmente estas categorías en el ámbito del quehacer humano.
Allá, en el pueblo, la vida era simple y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era un tipo con criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en brindarle mi ayuda. Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y acatar la ley, encarnados en su figura. Si no queríamos que reinara la anarquía, simplemente debíamos obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el teléfono celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina, lo agarran entre cinco –incluído el dueño del teléfono- y lo revientan a golpes. ¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño del teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La brutalidad no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al bruto, al ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese hijo de puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de corrupción, de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no podía dejar de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido amigo, la brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de corrupción, era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi tirando a nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus. Tenía al comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo era determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí, amigo; Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te había olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.

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Era una noche de lluvia, pero de esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía tranquilo, con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba un cigarro en la entrada.
Hijitus, a la distancia, intentó reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no tenía forma de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos. Y ahora estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en la puerta de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que atacaran su casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información había sido un error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo de puta, podría haber puesto al comisario sobre aviso?  Oaky Goldsilver lo tenía que haber traicionado, y todo por una antigua historieta con una minita que ya no le importaba a nadie.
Oaky y la puta que te parió, pensaba Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos autos estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio, pensó por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser el del comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de un rato Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la otra. Debían haber estado festejando un cumpleaños.

Con pasos largos y seguros se dirigió hacia un Chevrolet azul marino cuyas luces se encendieron por un instante cuando el tipo le quitó la alarma. Simultaneamente se oyó un pitido: cuá cuá. Eran las diez y media. Hijitus volvería las noches siguientes. Ya sabía qué hacer.




viernes, 24 de junio de 2016

Capítulo 2. Segunda parte

Si uno era medio forro y le preguntaba a Hijitus cuál era su idea del amor, él respondía que los medios a través de los cuales mejor se expresaba eran la amistad y la justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no pueden ir de la mano, que no se puede sentir amor por los amigos y ser justo con ellos a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con su novia fue lo mismo que impartir un castigo. Oaky tenía que aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su posesión.
Evidentemente Oaky no era de la misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus. Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y después lo cagaste a trompadas. Y encima, después, lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el pibe estaba en cualquiera. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos un garca, loco.

En ese momento no le preocupó que Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo, al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera, disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo; otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.

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La noche del viernes, tres días después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana, logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo. Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo que lo extrañaba.
Sin saber bien qué hacer, se refugió lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza real.
De pronto el aire se cortó en un estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.


lunes, 20 de junio de 2016

Capítulo 2. Primera parte

-Boludo, conozco mucha gente; pero son todos de acá. Con zona sur no tengo nada que ver. Ese tal Mosconi que me decís, la verdad es que no lo registro. pero si querés te averiguo: seguramente alguien pueda tirarme una data. ¿Podés aguantar hasta el viernes?.
-Si, claro. Gracias, Oaky. Cuento con vos entonces. Un gusto volver a oírte.
-El gusto es mío, Hijitus. Aunque siempre supe que un día volveríamos a hablarnos. ¿Tus cosas cómo andan?
Hijitus quería colgar. No le agradaba demasiado la idea de reavivar la relación con su viejo amiguito, ahora devenido en la cabeza de una exitosa firma de abogados.
-Bien.- Le contestó. –Pichichus está con mi vieja hace unos días. No quiero meterlo en este quilombo.
-Claro, seguro.- Concedió Oaky.
-Desde que vinimos a la ciudad la cosa se puso bastante fulera.
Oaky rió.
-Y si- dijo. -Acá no es lo mismo que allá, cabeza. ¿Cuándo se vinieron?
-Hace un par de años, cuando murió el Comezario, allá en el pueblo.
-¿Vas a volver?
-No lo sé. Probablemente. Cuando pase todo esto.
Hijitus se dio cuenta de que estaba soltando demasiada información. Después de todo, hacía muchos años que no se hablaban y no sabía si podía confiar en él. No después de todo lo que había pasado.
-Esta ciudad no es para todos, Hijitus. Te va comiendo por dentro. Si no encontrás la forma de sobrevivirla, te tenés que rajar. Si ya te diste cuenta, hacelo cuanto antes. Después va a ser demasiado tarde. Además, no podés comparar toda esta locura con nuestro querido pueblito. Quién te dice, quizás hasta yo me vuelva para allá.
-Tu viejo, ¿cómo anda?
Oaky volvió a reír.
-El viejo Goldsilver.- Y reía. –Es indestructible ese hijo de puta.

Colgó y le quedó un sabor amargo. Pensó que podía ser un poco la nostalgia de su pueblo, el recuerdo del Comezario, de Goldsilver; el recuerdo de todo lo que había desaparecido. El de la vecinita de enfrente.

Estaba seguro de que su viejo amigo tampoco se habría olvidado. Esas cosas no se olvidan. Pero no podía asegurar con la misma facilidad, que Oaky le guardara aún algún rencor por toda aquella historia. Al fin y al cabo se reducía a un ya lejano problema entre adolescentes, a una mega boludez del pasado.
Sin embargo, aquel rollo entre tres pendejos calentones había sido suficientemente grave como para que nunca más volvieran a hablarse. Hijitus lo sabía, aunque quisiera engañarse creyendo que se trataba de una nimiedad. Era una mega boludez muy grave, de esas que dejan marcas.
Él mismo -pensaba después de hablar con Oaky, mientras se preparaba un sánguche de queso y tomate para la cena- se había descubierto pensando en la vecinita de enfrente durante todos esos años. Largos años de volver a aquel drama ridículo y a aquel amor.
Primero veía a la vecinita en la puerta de la mansión de los Goldsilver, con su jumper del secundario, dos colitas de pelo rojo, un chupetín en la boca y la carpeta y el libro apretados contra el bléiser a la altura del pecho. Todavía le hervía la sangre como a un toro en la arena cuando evocaba aquel cuadro.
Y sus piernas, como de marfil, las medias azules por las rodillas, los ojos de todo el pueblo metidos debajo de su pollera.
Oaky la paseaba por todos lados y ella iba siempre callada. No parecía ser feliz junto al hijo del millonario del pueblo, e Hijitus sospechaba que los padres de la chica favorecían y hasta forzaban la relación por conveniencia económica.
Goldsilver, que era un tipo siempre tan correcto, no parecía oponerse a esta fantochada, quizás para no granjearse el rechazo y el odio de su único heredero. Pero lo cierto es que en cierta ocasión, durante una cena de Navidad que la acaudalada familia brindó en la plaza del pueblo, Hijitus lo descubrió mirándole el culo a la piba con impune alevosía.
No dijo nada, pero a los pocos días la encontró casualmente a la salida del colegio, llorando en el cordón de la vereda a unas pocas cuadras de su casa. Se acercó a ella y le preguntó si podía sentarse a su lado.
-Vos sos muy bueno, Hijitus.- Le dijo ella, pasándose un pañuelo por los ojos. -Pedís permiso hasta para sentarte.
-Lo voy a tomar como un cumplido- Le respondió entre risas, y se sentó.
Pero la piba no sonrió siquiera. En cambio, le dirigió una mirada profunda, secreta, destructiva.
-Mis padres insisten en que debo ser la novia de Oaky porque su familia tiene plata, pero a mí me gustás vos, Hijitus. ¿Por qué mierda vivís en un caño?
-Yo… no sé…
-Quiero decir, no te enojes, pero siempre estás ayudando a todos. Todo este pueblo se vendría abajo si vos no estuvieras, y nadie te da nada a cambio. No te pagan, no te ayudan.  Y vos seguís al servicio de ellos.
Hijitus no sabía qué decir. Quiso darle una respuesta coherente que justificara su pobreza, pero antes de que pudiera darse cuenta, la piba se le tiró encima y le comió la boca. Sintió el gusto a chicle de frutillas y a los diez segundos tenía la verga tan dura como un lingote de oro.
-Vamos a mi casa- Le dijo, y ella aceptó.
Alguien (nunca supo quién) debió haberlos visto, porque al otro día todos estaban enterados. 




viernes, 17 de junio de 2016

Capítulo 1. Cuarta parte

El comisario Mosconi, que supo ser un verdadero guapo en el arte de torturar gente, no podía creer que un ciruja malagradecido lo tuviera encanutado en un galpón roñoso, perdido vaya a saber uno en qué barrio mugriento del conurbano bonaerense.
De vez en cuando, sin que nada más se oyera, le llegaba un rumor de camiones atravesando una ruta. Parecían estar lejos, pero probablemente fuera esa su única conexión con el mundo real, y su única salida.
Atado de pies y manos, cagado y meado encima, el comisario Mosconi yacía semiconsciente sobre una silla de metal a la cual se encontraba sujeto.
Recordaba, mientras tanto, las épocas de oro, cuando era él quien repartía los palos. Él sí que conocía el oficio. Hijitus, en cambio, no tenía pasta para esto. No sabía administrar la fuerza. A veces lo golpeaba tan fuerte que terminaba desmayándolo, interrumpiendo el proceso de extracción de datos.
-Vas a darme los nombres de esos tres hijos de puta.
-Chupame la pija, Hijitus.
Un golpe en la cabeza y el comisario era puesto a dormir por un buen rato.
-Ya te lo dije, Pijitus. Parece que no entendiste. Yo no estoy solo. Si te doy esos nombres, estoy muerto. Hay gente mucho más poronga que vos y yo metida en todo esto.
-Si no me los das, también vas a estar muerto.
- Vos no podés matar a nadie, gil. No tenés huevos.

Y quizás fuera cierto. Hacía una semana que lo tenía secuestrado, y todavía no había logrado sacarle nada. La sola idea de recurrir a la mutilación hacía que la presión le bajara dejándolo blanco como la leche. ¿Cómo haría cuando tuviera que meterle un balazo en la cabeza?


domingo, 12 de junio de 2016

Capítulo 1. Tercera parte

No tuvo que pensarlo más que esa noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del teléfono, como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le dijo vení, Pichichus, vamos a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas cosas- Le explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba, mirando por la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre, no saber lo que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa repentina separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus ya no era el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al Pichichus que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la esquina, porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar nunca. Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron el traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado. Hijitus le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le dijo que iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que hacerse cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le contestó que no se preocupara.

Pero Hijitus no podía preocuparse; Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida caricia al perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.
-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a verlo?
Hijitus se mordió el labio inferior para no llorar.
-Porque soy un cagón, viejita.
Del otro lado se intensificó el llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando, se quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado el whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky Hasta él mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía meses, comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo llevara. Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió que no se animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo por completo, y lo sabía.
En la tele estaban pasando un partido del Barça, una repetición. Se pasó la mano por la cara y se sacudió las migas de papas fritas que le colgaban de la barba. Miró en dirección del teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en silencio.
Cuando se paró, pateó sin darse cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y la dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a su cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.



viernes, 10 de junio de 2016

Capítulo 1. Segunda parte

A eso de las cinco de la tarde entró en la oficina del comisario Mosconi. El tipo estaba sentado detrás de su escritorio, esperándolo con una sonrisa en el rostro y un 38 en el cajón de la derecha. Era un yuta cabronazo, de esos con los que no se jode. Debía medir metro noventa, el cabello negro y espeso como la noche engominado hacia atrás. Mostacho stalinista pasado de moda y gesto cansado en los ojos. De la boca le pendía al borde un cigarrillo.
En cuánto difería de su viejo amigo el Comezario del pueblo (que en paz descanse), eso Hijitus ya lo sabía; había ido para comprobarlo.
-Comisario, necesito los nombres de los tres oficiales que estaban anoche en Puente Viejo, cuando usted me pidió que fuera.
-Pasá, Hijitus, sentate. Ponete cómodo. ¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿Agua?. Por ahí te vendría bien algo más fuerte. ¿Un whisky?
Hijitus dijo que no. Nunca tomaba enfrente de otros; no quería que se sospechara públicamente de su afición. El comisario volvió a señalarle el asiento.
-Solamente necesito esos tres nombres, Mosconi.- Respondió sin hacerle caso. –Me da esos tres nombres y yo no lo jodo más.
El otro aplastó el cigarrillo en el cenicero y sonrió.
-¿Qué pasó, Hijitus? ¿Para qué los querés?
Hijitus se apoyó con ambas manos sobre el escritorio y bajó la voz.
-Esos tres, tiraron dos pibes al río, Mosconi.
El comisario, sin moverse, transmutó de pronto su rostro en una roca. Era una mirada impenetrable que se le clavaba en el entrecejo como la punta de una estalactita.
-No te los voy a dar, Hijitus. Esa es una acusación muy jodida, y no me vas a romper las pelotas.
-Tienen que pagar.
-Esos pendejos eran dos bolsas de mierda adictos al paco. Se la pasaban jodiendo al prójimo. Nosotros solemos ayudar a esos guachos, los protegemos. Pero estos dos pelotudos no se querían dejar.
-O sea que no querían afanar para ustedes.
Mosconi abrió lentamente el cajón de la derecha y sacó el chumbo. Mirándolo a los ojos, lo apoyó suavemente sobre el escritorio.
-Mirá, amigo.- le dijo –Nosotros estamos laburando. No tenemos superpoderes, ni superamigos, ni la concha de la lora. Somos laburantes.- Remarcó sílaba por sílaba aquella última palabra. Hizo una pausa y luego siguió: -Cada quien hace su lucha, Hijitus. Vos dejanos a nosotros la nuestra, porque sino, por los dos fiambres de anoche, vas a tener que responder vos. No estoy solo en esto, fufú, así que no hagas ninguna boludez porque el chucuchucu te lo vamos a meter en el orto. ¿Entendiste?

Salió de la oficina mientras el otro todavía le hablaba. La situación era tan delicada como esperaba.



lunes, 6 de junio de 2016

Capítulo 1. Primera parte

Eran las dos de la mañana y el televisor había quedado encendido. Hijitus estaba tirado sobre el sillón. Se había dormido sin querer. El control remoto colgaba de su mano y en el suelo, junto a sus pies, se calentaba una botella de licor de durazno. El calor le había obligado a quitarse la remera, el pantalón; el sombrero hacía ya mucho tiempo no lo usaba. Hijitus roncaba. Había migas de papas fritas pegadas a su barba.
Eran las dos de la mañana cuando sonó el teléfono. Lo escuchó desde el fondo de algún sueño que en seguida olvidó. Hacía varios meses que no recibía un solo llamado. Por eso permaneció inmóvil un momento, observando el aparato, oyendo el timbre como si del otro lado lo estuviese esperando la muerte para indicarle alguna cosa, para romperle las pelotas como tantas otras veces.
Oyó el timbre, miró el aparato, y al cabo de un rato de permanecer inmóvil, se pasó la mano por la cara, se puso de pie, se acomodó el bulto dentro del bóxer y se tambaleó, lentamente, hasta alcanzar el tubo. No contestó, no dijo nada. Esperó a que la voz llegara del otro lado.
-¿Hijitus?- Era una mujer. -¿Estás ahí? ¿Hola?
Le pareció reconocerla, pero no podía creerlo. Puso el auricular delante de sus ojos para comprobar si en verdad la voz salía desde ahí. Sentía como si aún no hubiera despertado del todo. Luego se acercó una vez más el tubo a la jeta.
-Vieja, ¿sos vos?- Dijo.
Hubo un silencio y la mujer rompió en llanto.
-¡Si, Hijitus! ¡Sí! ¡Soy mamá!
Como no podía creerlo, estuvo a punto de colgar. Fue un instante, un impulso. Terminé de volverme loco, pensó. Tomé demasiado licor de durazno, quizás.
-¿Qué pasó, vieja? ¿Dónde estás?
La tipa no podía dejar de llorar.
-Tenés que venir, Hijitus.- Le dijo. - Es Pichichus. Se murió. Pichichus se murió.

Es el final, pensó, y en seguida recordó, sin quererlo, sin saber cómo, la noche del último 3 de abril, cuando acudió al llamado del nuevo comisario de Berazategui. Había problemas en Puente Viejo con dos pendejos armados. O eso le habían dicho. Cuando llegó ya era tarde. Tres policías estaban tirando a uno de los pibes al río. Esposado. Al otro no se lo veía por ningún lado.
Observó toda la escena desde el aire, mientras volaba acercándose al lugar. Primero le metieron una buena trompada, una patada en el culo, y a la mierda, lo tiraron así nomás, como a una bolsa de papas.
Volvió a su casa sintiendo cómo el viento arrancaba las lágrimas de sus ojos. Una náusea feroz le daba vuelta el estómago. Agarró la botella de Criadores, se desnudó en el baño y se metió en la ducha. Pensaba que tenía que matar a esos tres canas, él, que siempre había sido un fiel servidor, un ayudante incondicional de la institución policial. Matar a tres de ellos.
Bebió durante una hora, apoyado contra la pared, dejando que el agua tibia le corriera por el rostro. Al cabo oyó un movimiento en la puerta del baño y se asomó por detrás de la cortina. Era Pichichus, que iba a cuidarlo.