No tuvo que pensarlo más que
esa noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del
teléfono, como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le dijo vení, Pichichus, vamos
a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas
cosas- Le explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba,
mirando por la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre,
no saber lo que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa
repentina separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus
ya no era el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al
Pichichus que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la
esquina, porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar
nunca. Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron
el traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado.
Hijitus le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le
dijo que iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que
hacerse cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le
contestó que no se preocupara.
Pero Hijitus no podía
preocuparse; Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida
caricia al perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.
-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a
verlo?
Hijitus se mordió el labio
inferior para no llorar.
-Porque soy un cagón,
viejita.
Del otro lado se intensificó
el llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando,
se quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía
llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en
forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado
el whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le
indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor
tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky Hasta él
mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía
meses, comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo
llevara. Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió
que no se animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo
por completo, y lo sabía.
En la tele estaban pasando
un partido del Barça, una repetición. Se pasó la mano por la cara y se sacudió
las migas de papas fritas que le colgaban de la barba. Miró en dirección del
teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en silencio.
Cuando se paró, pateó sin
darse cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y
la dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a
su cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.
No hay comentarios:
Publicar un comentario