domingo, 12 de junio de 2016

Capítulo 1. Tercera parte

No tuvo que pensarlo más que esa noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del teléfono, como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le dijo vení, Pichichus, vamos a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas cosas- Le explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba, mirando por la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre, no saber lo que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa repentina separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus ya no era el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al Pichichus que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la esquina, porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar nunca. Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron el traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado. Hijitus le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le dijo que iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que hacerse cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le contestó que no se preocupara.

Pero Hijitus no podía preocuparse; Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida caricia al perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.
-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a verlo?
Hijitus se mordió el labio inferior para no llorar.
-Porque soy un cagón, viejita.
Del otro lado se intensificó el llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando, se quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado el whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky Hasta él mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía meses, comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo llevara. Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió que no se animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo por completo, y lo sabía.
En la tele estaban pasando un partido del Barça, una repetición. Se pasó la mano por la cara y se sacudió las migas de papas fritas que le colgaban de la barba. Miró en dirección del teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en silencio.
Cuando se paró, pateó sin darse cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y la dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a su cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.



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