viernes, 24 de junio de 2016

Capítulo 2. Segunda parte

Si uno era medio forro y le preguntaba a Hijitus cuál era su idea del amor, él respondía que los medios a través de los cuales mejor se expresaba eran la amistad y la justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no pueden ir de la mano, que no se puede sentir amor por los amigos y ser justo con ellos a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con su novia fue lo mismo que impartir un castigo. Oaky tenía que aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su posesión.
Evidentemente Oaky no era de la misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus. Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y después lo cagaste a trompadas. Y encima, después, lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el pibe estaba en cualquiera. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos un garca, loco.

En ese momento no le preocupó que Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo, al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera, disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo; otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.

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La noche del viernes, tres días después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana, logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo. Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo que lo extrañaba.
Sin saber bien qué hacer, se refugió lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza real.
De pronto el aire se cortó en un estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.


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