Si uno era medio forro y le preguntaba a
Hijitus cuál era su idea del amor, él respondía que los medios a través de los cuales mejor se expresaba eran la amistad y la justicia. Tardó en
descubrir que ambas cosas no pueden ir de la mano, que no se puede sentir amor
por los amigos y ser justo con ellos a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky?
Durante mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se
merecía lo que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse
acostado con su novia fue lo mismo que impartir un castigo. Oaky tenía que
aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su posesión.
Evidentemente Oaky no era de
la misma opinión.
Lo que sucedió después
precipitó los acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al
grito de ¡lompo lalma!, y quiso
pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus. Atravesaba su sombrero de
linyera y se convertía en una bola de músculos capaz de aboyar la coraza de un
submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró ni un minuto. Por suerte
para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo repimporotear para el
calabozo.
Al día siguiente Goldsilver
pagó la fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más
volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a
los amigos esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la
novia y después lo cagaste a trompadas. Y encima, después, lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el
pibe estaba en cualquiera. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con
él, lo mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo
tenía razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir
corriendo. Sos un garca, loco.
En ese momento no le preocupó
que Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era
medio boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo, al cabo del cual le mandó una carta
intentando explicarse y, de alguna manera, disculpándose, pero Oaky nunca le
respondió. La vecinita de enfrente y sus padres también se fueron del pueblo,
perseguidos por los murmullos y las acusaciones de las vecinas más ladinas.
Algunos dicen que se mudaron a Ramallo; otros, a Lincoln. Pero la verdad es que
a nadie dijeron adónde.
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La noche del viernes, tres días
después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una
luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el
aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas imaginarias.
Para matar el tiempo, se
empeñaba en un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living,
que era, a decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y
bollos de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba
junto a él.
Hacia las doce comenzó a
dudar de la promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un
auto doblando en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era
para él. Saltó del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de
la persiana, logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en
cuclillas.
El coche fue aminorando la
marcha a medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente.
Hijitus observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus
estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los
movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo.
Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo que lo extrañaba.
Sin saber bien qué hacer, se
refugió lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y
esperó. Afuera el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero
aroma a peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre atorándosele
en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza real.
De pronto el aire se cortó
en un estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los
vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos arrancados
se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo
instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de
las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el
cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de
vidrio.
Fueron unos segundos,
apenas, pero sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se
detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu
madre!
No supo quién era.
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