Capítulo 5: Sin


Voy a decirlo de esta forma, como para que no queden dudas: Hijitus tenía problemas mentales. Serios. Muy serios.
Alrededor del cuerpo de Oaky (o de lo poco que quedaba del cuerpo de Oaky) se arremolinó un grupo de curiosos atraídos quizás por la oportunidad de una muestra gratuita de anatomía humana. En la misma proporción hubo gente que salió corriendo, horrorizada. Incluso pudieron oírse algunos gritos. En cualquier caso, todos miraban hacia arriba para constatar la altura desde la que había caído. Treinta pisos, antes de reventarse contra el suelo.
Si alguno de ellos hubiera tenido súper-visión, habría notado que todavía más alto, mucho más alto, casi llegando a las nubes, un punto azul inmóvil se cernía sobre ellos: Pero Hijitus sí podía verlos a ellos.
Luego llegó la policía. Tomaron fotos, anotaron los detalles en sus libretitas, preguntaron a los transeúntes. Una vieja se comprometió a salir de testigo. Contó que iba caminando por la vereda cuando una lluvia de vidrios le cayó encima. Entonces se cubrió la cabeza con la cartera y se alejó del lugar unos pasos, al trotecito. Apenas tuvo tiempo de reparar en un grito que aumentaba velozmente. Cuando se volvió para mirar hacia arriba, ahí nomás, a quince metros, en el suelo, el pobre tipo estalló, casi junto a ella.
Dijo que al principio no entendió nada. Que tardó un momento en salir del estado de shock. Una señora se le acercó luego, la tomó por los hombros y poco a poco la fue sacando del estupor.
Hijitus, con su súper-oído biónico, escuchó cada palabra, y hay que decir que se decepcionó un poco cuando confirmó que la viejita no tenía la menor idea de lo que había pasado realmente.
Al cabo de un rato llegó la ambulancia y los enfermeros cubrieron los restos, los cargaron luego sobre la camilla y se fueron tan rápido como habían llegado, llevándose consigo la diversión. El grupo de curiosos que se había reunido alrededor, y que había ido creciendo como crece el número de hormigas alrededor de una cucaracha muerta, se fue dispersando lentamente, con sus silenciosas sonrisas satisfechas en las caras, con sus centelleantes miradas extasiadas; ojos que presenciaban la muerte, el milagro divino. Todos ellos tendrían algo para contar durante la cena.

Dos botellas de whisky. Hijitus hundido en el sillón, incapaz de levantarse, con la vista clavada en la pantalla de la tele. Hubiera querido cambiar de canal. Apagarla. No. Apagarla no. Necesitaba ocupar su mente con estupideces. Al menos hoy. Que alguien le dijera qué pensar. Y cómo pensarlo. Eliminar cualquier rastro de pensamiento propio. Entregarse a la maquinaria del pensamiento puramente emocional: esto me hace reír, esto me hace enojar. Esto me recuerda cuando mi papá me enseñó a andar en bicicleta.
En vez de eso, en cada puto canal no hacían otra cosa que hablar de la muerte de Oaky. Del suicidio de Oaky. En los noticieros, en los programas de chimentos, en esos programas que hablaban de otros programas. Acá charlaban con el portero del edificio, allá mostraban un video emotivo que repasaba la vida del empresario. En otro lugar comentaban las posibilidades de homicidio. Pero nada serio.
Hijitus se había cansado; Había dejado uno de esos canales que pasan noticias las veinticuatro horas. Y hacía por lo menos una que había quedado clavado ahí. Así yo también hago mi propio canal de noticias, pensaba. Veinticuatro horas, la misma puta noticia. ¡Último momento! El muerto no se despierta. Tampoco hará declaraciones. Intentaremos hablar con el primo de un vecino que ¡dice que lo conocía!
Hijitus no podía moverse. Los ojos rojos por el whisky y la radiación de la tele. Giró la cabeza. Ahí, a un costado, el teléfono silencioso como la muerte. Larguirucho no iba a llamarlo. Lo sabía. Nunca más. Esta vez era en serio. Sabía muy bien que no lo perdonaría. Después de todo, estábamos hablando de Oaky. No se trataba de Mosconi, ni de treinta agentes policiales. Hablábamos de un amigo, de la infancia, de Trulalá. Hijitus sabía muy bien que acababa de matar mucho más que al Oaky empresario.
Extrañaba a Pichichus, por supuesto, pero en cierta forma lo dejaba tranquilo que estuviera en lo de su vieja, dado su deplorable estado y el de la casa. Qué diría Pichichus si lo viera así. Lo imaginó arrojado en un rincón, probablemente debajo de la ventana baleada, observándolo, con cara de miedo, desconociéndolo, destruido igual que él. Por dentro. El viejo amigo de quién.
Sonó el teléfono.
Sonó una.
Sonó dos veces.
Tres.
Lo que esa llamada pudiera depararle no tendría nada bueno. Decidió no atender.

***

El viento, de a poco, había convertido el barrio en un basural. Desde todas partes llegaba el aroma ácido y profundo del plástico podrido, del aceite cortado por orina de ratas y gatos, de microcomponentes oxidados deshaciéndose al sol. Ya no había nada noble en esas calles. El paisaje era una fotografía desierta en blanco y negro. La noche no se diferenciaba del día. La muerte se había instalado en cada esquina como un vigilante silencioso.
Hijitus había tapiado la ventana rota con unas gruesas tablas de madera. Se había asegurado de que no quedara el más mínimo espacio de separación entre una y otra. Evitaba así que el hedor de afuera se metiera en la casa. Extrañaba, eso sí, los olores de Pichichus. No hay nada más triste que el olor a ausencia de perro.
Sin Pichichus, la mitad de su vida estaba en blanco. Hubiera querido instalarse en lo de su vieja pero no iba a estar rogando. Después de todo, la soledad no era más que un capricho lujoso. Y el licor de durazno que cada noche suplantaba al whisky malo.
Los primeros días, antes de dormirse, recordaba el fondo de la casa de su vieja, en Devoto, donde cavó el pozo para Pichichus. Veía de nuevo su profundidad, con la misma embriaguez que lo veía entonces, y se caía dentro presa de un vértigo poderoso, ese que divide el sueño de la vigilia. Pero caía con la sensación extraña de no ser él realmente. Más bien como si fuese una palada de tierra negra y húmeda. Era arrojado por los aires. Veía el cielo primero. Giraba una, dos, tres veces. Veía el pasto verde, la pared del fondo. Y luego la bolsa de consorcio, dentro del pozo, en la que Pichichus acabaría por descomponerse. Con velocidad cada vez mayor, caía hacia ella. Y cuando estaba al fin por alcanzarla, por entrar en su oscuridad eterna, un grito como un fuego escapaba desde la raíz del propio sueño y lo quemaba.
Despertaba cubierto de sudor y corría al baño con la sensación de hallarse a punto de vomitar. Pero nunca sucedía. Tan sólo se arrodillaba frente al inodoro y lloraba.
Luego, al acostarse, se iba tranquilizando de a poco. Lentamente el jardín verde de la casa de su vieja se convertía en una larga pradera. Caminaba descalzo sobre el pasto recién cortado y, aunque a veces una aparición indeseable lo sorprendía (por ejemplo un dedo, un ojo, la billetera de Mosconi), nada le perturbaba y continuaba, tranquilo, hacia adelante.
A veces, a un costado, había un arroyo luminoso que corría en silencio. Solía ver a Larguirucho recostado en sus orillas, pescando con una caña y fumándose un porro hermoso recién armado, debajo de un árbol. Lo saludaba desde lejos, con alegría. Le gritaba que a la vuelta se detendría con él un momento, a compartir el fruto de la pesca.
-Andá tranquilo, vos, Hijitus.- Le decía Larguirucho.
Entonces seguía su camino, y las nubes se iban tiñendo de rojo y violeta y en el suelo, por aquí, por allá, la hierba se iba cubriendo de naranjas. A veces levantaba una y la chupaba. Esos eran los sueños más lindos.


FIN.

No hay comentarios: