Capítulo 4: El amor no es una pálida lápida


Había alguien hablando en su cabeza. ¿Un doctor? ¿Una enfermera? Pero no alcanzaba a entender lo que decían. Tal vez simplemente estuviera soñando de nuevo. O el licor barato estuviera haciendo estragos en lo que quedaba de su mente. Pero algo había, diferente, en la forma en que esas voces reverberaban dentro suyo. Algo terrible.
Quiso moverse hacia un costado pero no pudo. Luego hacia el otro. Parecía como si alguien lo sujetara por los hombros, pero tampoco podía verlo porque no podía abrir los ojos. Cuando quiso incorporarse, finalmente, una mano cálida se apoyó sobre su pecho desnudo.
-Quédese tranquilo, muchacho. Mejor que no se mueva.- La voz de una mujer joven.
¿Era posible que no recordara nada? ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Estaba en un hospital con una enfermera cualquiera o en un hotel con una prostituta cualquiera?
Debía tranquilizarse y escuchar con atención. Hacía frío, el colchón sobre el que estaba tirado era duro y muy delgado. Oyó otras voces. Unos pasos. Sintió el aroma revulsivo de los consultorios clínicos. Estuvo a punto de vomitar. Algo había sucedido.
No podía ver, pero pudo adivinar que lo habían dejado solo, y que había ahí nomás otras camillas con otros infelices abandonados. Lo supo porque escuchó toces y alguna puteada débi, de esas que apenas sirven como autoconsuelo. ¿Le habían pegado un balazo?
Está bien, pensó Hijitus. Tenía que pasar. No se puede ir reventando policías por ahí sin ninguna consecuencia. Pero lo que hubiera pasado superaba su más fantasiosa expectativa. Era una lástima que en su memoria se formara esa laguna miserable, que le arrancaba, al menos de momento, el placer infinito de la máxima victoria, el de la obra acabada, el del súmmum del éxito final.
Tenía que haber sido algo grande, barruntaba Hijitus. Porque si lo había dejado en ese estado deplorable no pudo haber sido de principiantes. Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo, pero en realidad ya se lo habían dado hacía rato, cuando le enchufaron el suero. Se quedó dormido.

La camilla se movía. Daba pequeños saltos. Lo trasladaban. Si estaban por sustraerle todos los órganos para traficarlos en el mercado negro, no podía hacer nada en absoluto. Al menos el hígado tendrían que tirarlo. También los pulmones. Lo llevaban por un pasillo largo y presentía las luces en el techo transcurriendo como las de una autopista. Sin embargo la mayor parte de los foquitos estaban quemados.
Una puerta se abrió con violencia y lo metieron en un cuarto pequeño. O al menos eso fue lo que se imaginó. Luego le pusieron una máscara en la cara, sintió un olor extraño, frío, entrando por su boca y llenando su cuerpo. Los ojos le ardieron levemente y al final no supo nada más. Cuando despertó se sentía mucho mejor.
Estaba en una habitación diminuta, de color marrón clarito con manchas amarillas de humedad en las paredes, pésimamente iluminada. Pero al menos no la compartía con nadie más y le habían puesto una estufa. No pudo levantar ni un poco la cabeza, pero con los ojos entreabiertos se animó a inspeccionar brevemente los detalles del lugar. Sin darse cuenta buscaba un rincón por donde escabullirse.
Sin embargo cuando entró la enfermera su ánimo se reprogramó por completo. Era una chica paraguaya, de pelo tan negro como el pozo en el alma de los borrachos y ojos asesinos, como los de un gato. Llevaba los labios rojos pintados con un rouge tan furioso y barato como su perfume, e inmediatamente quiso inmolarse en el fondo de su escote.
-Señor Hijitus- Le dijo ella, y eso ya le gustó porque nunca nadie lo llamaba señor. -Pronto estará repuesto por completo. Su amigo Larguirucho estuvo aquí esta mañana y le trajo un cubo de rubik para que se entretuviera mientras tanto. En realidad no puede jugar con él porque todavía está demasiado débil. Pero no se preocupe; para mañana no tendrá problemas en intentarlo. ¿Puedo ayudarlo con algo?
Hijitus sonrió, después de mucho tiempo.
-Un beso, nada más.- Dijo.
La chica sonrió, acarició su brazo y le besó la frente. En seguida salió por la puerta.

Más útil habría sido pedirle un diario. Hijitus sabía que no estaba allí por una gripe. Más tarde, durante un sueño, recordó el infierno de disparos a todo su alrededor. Él también llevaba un arma. Dos. Una en cada mano. Detrás suyo había tres policías en el suelo. Uno de ellos se revolvía con un agujero en el estómago sobre un charco de sangre. Los otros dos estaban muertos. Adelante, refugiados detrás de escritorios y barricadas improvisadas con dispensers de agua, sillas y ficheros de archivos, otros agentes desesperados le gritaban y abrían fuego. Todos debían estar muertos, porque él había logrado sobrevivir. Por fin podía sentirse realizado.

***

-Oiga, Hijitus. Usted esconde algo- La enfermera le había apoyado una mano sobre la pierna.
-Si, Clarita. Justo ahí abajo.
Ella sonrió.
-No- Dijo -Algo grave.
-Esto también es grave.
Clara se puso súbitamente seria. Los ojos se le prendieron fuego y por un instante, Hijitus creyó que la chica iba a golpearlo. En vez de eso, se dirigió a la puerta casi corriendo. Antes de que girara el picaporte quiso explicarse.
-Todos escondemos algo, Clarita.
-Si, pero usted es diferente.
-¿Cómo sabés?
-Porque usted puede volar.

Cuando la enfermera se hubo ido, Hijitus tomó en sus manos el cubo de rubik que estaba sobre la mesita de luz y lo contempló durante un rato. Pensaba en su vieja. Y en Pichichus. Y Larguirucho ¿Dónde mierda estaba Larguirucho? ¿Por qué no volvió en todos esos días? Sintió una profunda necesidad de llorar, de casarse con Clara, de volver a Trulalá. O tal vez no. Al menos de esto último podía prescindir. Ya no había nada en su pueblo esperándolo; sólo un montón de memoria fósil de tiempos mejores. Era imposible volver. Se durmió imaginando una nueva vida en Montevideo.
La enfermera pasaba cada tanto por la puerta, medio abierta, y lo observaba. Era parte de su ronda, pero con él solía quedarse un poco más. Sólo unos pocos segundos. Cuatro. Cinco. No podía quitarle la vista de encima. Lo veía dormir y parecía que el tipo descansaba después de siglos interminables peleando contra los malos, contra edificios y dragones. Esto la enternecía, pero se había decidido a que no fuera tan fácil. Después de todo ¿contra qué edificios y qué dragones había estado peleando Hijitus? Hasta no saberlo ella no podía arriesgarse.
-Tengo un gurí, ¿sabés?- Ahora ya lo tuteaba. –De seis añitos. Ya empezó la escuela el guacho.
-¿Y el papá?
-El papá está preso. Un pelotudo era ese.
-¿No lo extrañás?
Clara sacó la lengua como si la idea le repugnara.
-Para nada.
-Debés ser buena madre, vos.
Ella rió con ganas.
-Callate. ¿Qué sabés vos, chamuyero?
-¡De verdad!
-Ah, ¿si? ¿Y por qué decís que debo ser buena madre?
Hijitus estaba decidido a ir por todo. Apoyó su mano sobre la de Clara.
-Si a mí me pudiste cuidar tan bien, sin conocerme apenas.
-Es mi trabajo- Dijo ella. Los ojos le brillaban como dos perlas de brea.
Hijitus retiró la mano, pero sabía que la partida estaba ganada.
-Tu trabajo es reponer el suero. Pero hiciste mucho más que eso.
-¿Y vos? ¿No extrañás a nadie?
El contraataque lo sorprendió un poco. Ella lo notó. Los músculos de su rostro de golpe se tensaron y en los labios se le dibujó un gesto de dolor.
-Si- Dijo Hijitus finalmente. -Extraño a mi perro.
Clara entendió que el tipo hablaba en serio.
-¿Qué le pasó?
La barbilla de Hijitus había comenzado a temblar.
-Lo abandoné, Clarita. Ese es mi secreto.
Pero ella posó suavemente un dedo sobre su boca para callarlo, y fue acercándose, con lentitud, hasta besarlo. Fin de la escena.

***

Clarita al pie de un naranjo, tomando tereré mientras cae la tarde, tranquila, sobre la selva verde. Más abajo el río también descansa y se lo oye con lentitud, como a la respiración de un viajante. Hijitus tiene una nueva idea, se siente eufórico por lo que ha descubierto. Camina en círculos sobre sus propios pasos y rechaza, agitando una mano, el tereré que Clarita le ofrece. Una y otra vez.
-¿Qué te pasa a vos, che?
Hijitus apenas la escucha. Por supuesto que quiere compartir la revelación con ella, pero antes desearía poder verla con claridad para ser capaz de explicarla completamente, sin dejar cabos sueltos.
-¿Podés decirme al menos de qué se trata?
-El Doctor Neurus- Contesta, secamente.
Clara frunce el entrecejo y arruga la nariz, como si estuviera oliendo mierda. En realidad es como si solamente la intuyera. Pero Hijitus está tan concentrado que ni siquiera llega a notar el gesto que, por lo demás, iba dirigido a él.
-¿De qué estás hablando vos, chamigo?
Entonces Hijitus, de golpe, se detiene, justo frente a ella. Pero todavía no alcanza a comprender lo que está sucediendo. En vez de observar a su alrededor, vuelve a focalizar en sus pensamientos y comienza a escupirlos bocanadas de aserrín sobre el suelo rojizo del territorio guaraní.
-El Doctor Neurus, Clarita. Es él. Él controla todo- Explica. -Tiene que haber inventado una máquina o un dispositivo particularmente poderoso y original, algo nunca antes visto por el hombre, para dirigir las mentes de los agentes policiales del conurbano y de la federal.
-¿Y de la metropolitana?- Se interesó ella por un instante.
-No, de esos no hace falta.
Finalmente Hijitus aceptó un tereré.
-No entiendo por qué sino las fuerzas del orden estarían trabajando para conservar un espacio de poder que no sólo implica sostener el estado deplorable de las cosas, sino además degenerar las fuerzas institucionales en incontables casos de corrupción y brutalidad, física e intelectual.
-No, Hijitus; yo no te entiendo ni una palabra de lo que vos me decís, ¿sabés? ¿Por qué no te dejás de hinchar un poquito los huevos con todo esto?
Hijitus miró entonces el suelo, la tierra de la selva. A su alrededor se había desparramado el aserrín. Clara sonreía en la quietud. Más abajo el río se había vuelto negro, espeso como el petróleo. En el cielo azul profundo apareció una avioneta ruidosa, brillando como una estrella fugaz que anunciara el fin del mundo, y sintió entonces unas incontenibles ganas de llorar.
-El Doctor Neurus lo controla todo- Susurró, y miró los ojos verdes y amarillos de Clarita.
-Si- Contestó ella. E Hijitus despertó.

Un verdadero héroe lo abandona todo. Está dispuesto al máximo sacrificio. Dejó el hospital cuando ella no estaba de guardia. No se volvió ni una sola vez para contemplarlo con nostalgia y se juró a sí mismo no estar nunca más en uno de esos. No esperaba que volvieran a ocuparse de él.
Como no tenía ni para el colectivo tuvo que manguearle al chofer que al menos lo alcanzara hasta Constitución. El tipo se apiadó de su aspecto de linyera al borde de la muerte.
-¿No estás meado, cagado ni nada raro?- Le preguntó antes.
Hijitus bajó la mirada. Contestó que no, por supuesto. Entonces le dijeron que suba.
Se sentó en el asiento de atrás y recordó que Larguirucho siempre le decía, hacía muchos años. Si yo tuviera un sombrero como ese lo usaría para no tener que tomarme un solo bondi más en mi vida. Sonrió. Extrañaba a ese boludo. Esperaba volver a verlo pronto ahora que todo el lío parecía haber aflojado.
Era de mañana. Constitución era un hervidero de gente que corría de un lado a otro. Había trenes esperando en los andenes y otros que se iban. También había trenes que llegaban. En medio de la multitud intentó pasar desapercibido y colarse por un costado, eludiendo a los guardias y los molinetes. Debió haber previsto que la gente como él no pasa nunca desapercibida. Un guardia lo tomó bruscamente de un brazo.
-¿A dónde vas, amigo?
-Disculpe. No quise.
-Tenés que pagar el boleto, como todos.
-Sí, lo sé. Es que en este momento… salí hoy del hospital, ¿sabe?
El otro empezó a mirar hacia un costado.
-La verdad es que no tengo para pagar el boleto.
-Está bien. Pero eso no es mi culpa.
-Tampoco la mía.
El tipo se rió.
-No te puedo dejar pasar. Estás comprometiendo mi trabajo.
-Soy Hijitus, ¿no me reconoce?
Y el tipo se rió todavía más fuerte.
-Y yo soy Xuxa.
-No te parecés a Xuxa.
-Bueno, viejo. Basta. Tomatelás de acá o voy a tener que llamar a la policía.
Entonces Hijitus abrió muy grande los ojos, apoyó una mano en el hombro del guardia y, de repente, rompió en una ruidosa carcajada que llamó la atención de toda la gente alrededor, que a pesar de oírla, siguió de largo.
-¿A la policía vas a llamar?- Dijo, ahogado entre medio de las risas. El otro parecía desconcertado. -Me cargué a más de treinta policías antes de entrar a ese hospital, y puedo cargarme a otros treinta hoy, si tengo ganas. Eso incluiría a un guardia vigilante. Llamá a la policía si querés. Pero no te vas a olvidar nunca de mí: yo soy Súper Hijitus. Héroe de niños y de ancianos. Patrono de Trulalá. Defensor de la paz, amigo de los animales y férreo luchador de la justicia. Protejo al mundo de los malos, acompañado de mi fiel mascota, Pichichus, y de los crueles y desalmados. Y todo el que se interponga en mi camino de ayudar al pobre y al despojado, sufrirá las consecuencias de mi increíble fuerza sobrenatural, ¡recibida de mi Sombrero Sombreritus!
El guardia apoyó una tarjeta en el molinete.
-Tomá- Le dijo. -Pasá, loco de mierda.

***

Encontró su casa como la había dejado hacía un par de meses atrás, solo que con más polvo. En el suelo, sobre los muebles, cubriendo una botella aquí y otra allá. Un pedazo de sánguche verde. El cenicero con las tuquitas. Todo estaba en su lugar, pero el polvo reinaba.
Debajo de sus zapatos crujían también esquirlas invisibles de vidrio, de la noche que tirotearon el frente de la casa. Contempló la ventana rota y el recuerdo de pronto se hizo tan presente que pareció estar allí, hablándole, mostrándole la forma en que había sucedido. Si, decía Hijitus; Fue así. Y le maravilló experimentar la misma sensación de entonces, cuando concluyó que Oaky debió haberlo traicionado.
Se paró en medio de la sala y observó a su alrededor. El lugar podía estar queriendo decirle algo. Goldsilver, Goldsilver, repetía en voz baja. ¿Cómo es que en todos esos meses no habían ido a buscarlo? Si Oaky sabía lo de Mosconi. Tenía que saberlo. No era boludo. Un día aparece Hijitus preguntando por Mosconi, y poco tiempo después Mosconi está muerto. Y luego todos los agentes que estaban a su cargo. Y después, policías de distintas jurisdicciones. Hasta un nene de preescolar podía relacionar los hechos y llegar a las mismas conclusiones, sobre todo considerando que ocurrieron mientras Hijitus estaba desaparecido y sin su perro.
Entonces, si Oaky sabía lo de Mosconi, ¿por qué nunca habían ido a buscarlo? La respuesta era sencilla: Oaky no se lo contó a nadie.

Tenía que ir a verlo. Necesitaba entender por qué Oaky había rehusado destruirlo. Y sobre todo, necesitaba saber quién le había avisado sus planes a Mosconi, quién era realmente el traidor.
Se dio una ducha. Una de esas duchas que amaba, de las largas, las hirvientes. Purgaban su piel. Arreciaban su alma. Se afeitó. Antes de vestirse se masturbó evocando el perfume de la vecinita de enfrente, jurándose a si mismo que aquella sería la última vez. Luego buscó el sombrero en el placard y lo tuvo en sus manos un rato, como si se tratara de su propia vida, antes de decidirse a atravesarlo. También se dijo que por última vez.
Atravesó la ciudad por el aire, de sur a norte, en poco más de diez minutos. Finalmente llegó al enorme edificio que presidía la firma GS Abogados. En el piso más alto se hallaba la oficina de Oaky. Voló hasta una de sus enormes ventanas y, procurando no ser visto, observó el movimiento en el interior.
Oaky estaba jugando videojuegos en una pantalla empotrada sobre una de las paredes. Se lo veía entusiasmado disparando a unos zombies que le salían al paso desde todas partes, y sólo se detuvo dos veces, en un lapso de media hora, cuando una chica le acercó unas carpetas con papeles. En ambas oportunidades los estudió rápidamente y después de darle algunas indicaciones a su empleada volvió a su juego.
La chica lucía como una conejita de Playboy, pero no parecía que esto a Oaky le importara demasiado. En ningún momento le miró el culo, que estallaba debajo de una pollera corta muy ajustada, ni tampoco bromeó con ella de ninguna forma. Cuando la chica salió de la oficina la segunda vez, Hijitus golpeó suavemente la ventana. Oaky, sobresaltado, se volvió en su dirección. Quedó con la boca abierta al ver a Hijitus flotando allá afuera.

Abrió la ventana y lo invitó a pasar. Adentro el ambiente era mucho más confortable que afuera; Al menos no corrían vientos de setenta kilómetros por hora.
-Qué sorpresa, Hijitus. ¿Qué te trae por acá?- La voz le temblaba un poco.
Hijitus se paseó despreocupadamente por la oficina. Fue hasta el escritorio y comenzó a agarrar las cosas que había sobre él, como si le pertenecieran. Un posavasos, una calculadora, un hermoso encendedor con la bandera de Alemania.
-¿Estuviste en Alemania?
Oaky pareció confundido.
-Si, por trabajo.
-Qué lindo trabajo debés tener.
-No me quejo.
Hijitus dejó escapar una risita infantil. Luego caminó hasta el televisor, donde un zombie horrible que se abalanzaba desde la pantalla había quedado inmóvil, en estado de pausa.
-¿Es divertida esta mierda?- Preguntó, señalándolo.
-No sé- Dijo Oaky, levantando los hombros. -Pero es adictiva.
-Sí, te entiendo. Como matar policías.
Oaky abrió bien grande los ojos.
-Oíme, Hijitus. Yo no le dije nada a nadie.
-Ya lo sé, Oaky. Ya lo sé. ¿Puedo sentarme un momento?
Oaky asintió moviendo la cabeza, e Hijitus se sentó en el sillón frente a la pantalla.
-¿Por qué no le dijiste a nadie?
Oaky había quedado parado detrás.
-Porque no soy un vigilante.
-Sin embargo Mosconi sabía que yo iba a ir a buscarlo. Intentó persuadirme reventando el frente de mi casa.
-Yo no tuve nada que ver, Hijitus; Te lo juro.
-¿Tenés idea quién pudo haber sido?
Entonces Oaky se quedó en silencio. Hijitus giró sobre su espalda, sin levantarse del sillón, y lo miró. Estaba pálido como uno de esos zombies.
-¿Sabés quién fue, Oaky?
Oaky movió los ojos para los costados.
-No entiendo- Dijo.
Hijitus se puso de pie.
-¿Qué cosa no entendés?
-Es decir, ¿cómo podría saberlo yo?
Hijitus caminó unos pasos hacia él, sin quitarle la vista de encima.
-No te hagas el boludo conmigo.
-No me estoy haciendo el boludo, Hijitus. En verdad no tengo por qué saberlo. Esa guerra no fue mía. Vos me buscaste y yo decidí no meterme. Si elegí no hablar en ese momento, ¿por qué elegiría ahora encubrir cualquier cosa?
-No juegues conmigo.
Hijitus estaba a unos pocos centímetros de Oaky, que permanecía paralizado en medio de la oficina.
-No estoy jugando. Además ¿no es evidente?
-¿Qué cosa?
-Quién fue. No entiendo por qué me lo tenés que preguntar a mí.
Ahora Hijitus pareció más confundido que Oaky.
-De qué mierda estás hablando.
-De qué fuiste vos, Hijitus. Vos le avisaste tus planes a Mosconi. La primera vez que fuiste a verlo.
Los ojos de Hijitus se encendieron.
-Qué carajos estás diciendo.
-Que sos un boludo. Vos mismo arruinaste todo, como lo hiciste durante toda tu vida. Es increíble que no puedas verlo. No tendrías que haber hablado con Mosconi. No se negocia con el enemigo. Lo pusiste sobre aviso y el tipo se defendió atacando. ¿Tan boludo sos, Hijitus?
Hijitus saltó de pronto sobre Oaky y lo tomó del cuello. En menos de un segundo salió volando destrozando la ventana. Oaky intentó, desesperado, aferrarse a sus hombros y brazos. Sintió que se le desprendían los botones de la camisa, pero no gritó.

-Sos un peligro para todos, hijo de puta- Le dijo. En ese preciso momento Hijitus lo soltó.

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