El viento, de a poco,
había convertido el barrio en un basural. Desde todas partes llegaba el aroma
ácido y profundo del plástico podrido, del aceite cortado por orina de ratas y
gatos, de microcomponentes oxidados deshaciéndose al sol. Ya no había nada
noble en esas calles. El paisaje era una fotografía desierta en blanco y negro.
La noche no se diferenciaba del día. La muerte se había instalado en cada
esquina como un vigilante silencioso.
Hijitus había tapiado
la ventana rota con unas gruesas tablas de madera. Se había asegurado de que no
quedara el más mínimo espacio de separación entre una y otra. Evitaba así que
el hedor de afuera se metiera en la casa. Extrañaba, eso sí, los olores de
Pichichus. No hay nada más triste que el olor a ausencia de perro.
Sin Pichichus, la
mitad de su vida estaba en blanco. Hubiera querido instalarse en lo de su vieja
pero no iba a estar rogando. Después de todo, la soledad no era más que un
capricho lujoso. Y el licor de durazno que cada noche suplantaba al whisky malo.
Los primeros días,
antes de dormirse, recordaba el fondo de la casa de su vieja, en Devoto, donde
cavó el pozo para Pichichus. Veía de nuevo su profundidad, con la misma
embriaguez que lo veía entonces, y se caía dentro presa de un vértigo poderoso,
ese que divide el sueño de la vigilia. Pero caía con la sensación extraña de no
ser él realmente. Más bien como si fuese una palada de tierra negra y húmeda.
Era arrojado por los aires. Veía el cielo primero. Giraba una, dos, tres veces.
Veía el pasto verde, la pared del fondo. Y luego la bolsa de consorcio, dentro
del pozo, en la que Pichichus acabaría por descomponerse. Con velocidad cada
vez mayor, caía hacia ella. Y cuando estaba al fin por alcanzarla, por entrar en
su oscuridad eterna, un grito como un fuego escapaba desde la raíz del propio
sueño y lo quemaba.
Despertaba cubierto
de sudor y corría al baño con la sensación de hallarse a punto de vomitar. Pero
nunca sucedía. Tan sólo se arrodillaba frente al inodoro y lloraba.
Luego, al acostarse,
se iba tranquilizando de a poco. Lentamente el jardín verde de la casa de su
vieja se convertía en una larga pradera. Caminaba descalzo sobre el pasto
recién cortado y, aunque a veces una aparición indeseable lo sorprendía (por
ejemplo un dedo, un ojo, la billetera de Mosconi), nada le perturbaba y continuaba,
tranquilo, hacia adelante.
A veces, a un
costado, había un arroyo luminoso que corría en silencio. Solía ver a
Larguirucho recostado en sus orillas, pescando con una caña y fumándose un
porro hermoso recién armado, debajo de un árbol. Lo saludaba desde lejos, con
alegría. Le gritaba que a la vuelta se detendría con él un momento, a compartir
el fruto de la pesca.
-Andá tranquilo, vos,
Hijitus.- Le decía Larguirucho.
Entonces seguía su
camino, y las nubes se iban tiñendo de rojo y violeta y en el suelo, por aquí,
por allá, la hierba se iba cubriendo de naranjas. A veces levantaba una y la
chupaba. Esos eran los sueños más lindos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario