miércoles, 14 de septiembre de 2016

Capítulo 5. Segunda parte. Final.

El viento, de a poco, había convertido el barrio en un basural. Desde todas partes llegaba el aroma ácido y profundo del plástico podrido, del aceite cortado por orina de ratas y gatos, de microcomponentes oxidados deshaciéndose al sol. Ya no había nada noble en esas calles. El paisaje era una fotografía desierta en blanco y negro. La noche no se diferenciaba del día. La muerte se había instalado en cada esquina como un vigilante silencioso.
Hijitus había tapiado la ventana rota con unas gruesas tablas de madera. Se había asegurado de que no quedara el más mínimo espacio de separación entre una y otra. Evitaba así que el hedor de afuera se metiera en la casa. Extrañaba, eso sí, los olores de Pichichus. No hay nada más triste que el olor a ausencia de perro.
Sin Pichichus, la mitad de su vida estaba en blanco. Hubiera querido instalarse en lo de su vieja pero no iba a estar rogando. Después de todo, la soledad no era más que un capricho lujoso. Y el licor de durazno que cada noche suplantaba al whisky malo.
Los primeros días, antes de dormirse, recordaba el fondo de la casa de su vieja, en Devoto, donde cavó el pozo para Pichichus. Veía de nuevo su profundidad, con la misma embriaguez que lo veía entonces, y se caía dentro presa de un vértigo poderoso, ese que divide el sueño de la vigilia. Pero caía con la sensación extraña de no ser él realmente. Más bien como si fuese una palada de tierra negra y húmeda. Era arrojado por los aires. Veía el cielo primero. Giraba una, dos, tres veces. Veía el pasto verde, la pared del fondo. Y luego la bolsa de consorcio, dentro del pozo, en la que Pichichus acabaría por descomponerse. Con velocidad cada vez mayor, caía hacia ella. Y cuando estaba al fin por alcanzarla, por entrar en su oscuridad eterna, un grito como un fuego escapaba desde la raíz del propio sueño y lo quemaba.
Despertaba cubierto de sudor y corría al baño con la sensación de hallarse a punto de vomitar. Pero nunca sucedía. Tan sólo se arrodillaba frente al inodoro y lloraba.
Luego, al acostarse, se iba tranquilizando de a poco. Lentamente el jardín verde de la casa de su vieja se convertía en una larga pradera. Caminaba descalzo sobre el pasto recién cortado y, aunque a veces una aparición indeseable lo sorprendía (por ejemplo un dedo, un ojo, la billetera de Mosconi), nada le perturbaba y continuaba, tranquilo, hacia adelante.
A veces, a un costado, había un arroyo luminoso que corría en silencio. Solía ver a Larguirucho recostado en sus orillas, pescando con una caña y fumándose un porro hermoso recién armado, debajo de un árbol. Lo saludaba desde lejos, con alegría. Le gritaba que a la vuelta se detendría con él un momento, a compartir el fruto de la pesca.
-Andá tranquilo, vos, Hijitus.- Le decía Larguirucho.
Entonces seguía su camino, y las nubes se iban tiñendo de rojo y violeta y en el suelo, por aquí, por allá, la hierba se iba cubriendo de naranjas. A veces levantaba una y la chupaba. Esos eran los sueños más lindos.




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