Voy a decirlo de esta
forma, como para que no queden dudas: Hijitus tenía problemas mentales. Serios.
Muy serios.
Alrededor del cuerpo
de Oaky (o de lo poco que quedaba del cuerpo de Oaky) se arremolinó un grupo de
curiosos atraídos quizás por la oportunidad de una muestra gratuita de anatomía
humana. En la misma proporción hubo gente que salió corriendo, horrorizada. Incluso
pudieron oírse algunos gritos. En cualquier caso, todos miraban hacia arriba
para constatar la altura desde la que había caído. Treinta pisos, antes de
reventarse contra el suelo. Si alguno de ellos hubiera tenido súper-visión,
habría notado que todavía más alto, mucho más alto, casi llegando a las nubes,
un punto azul inmóvil se cernía sobre ellos: Hijitus sí podía verlos.
Luego llegó la
policía. Tomaron fotos, anotaron los detalles en sus libretitas, preguntaron a
los transeúntes. Una vieja se comprometió a salir de testigo. Contó que iba
caminando por la vereda cuando una lluvia de vidrios le cayó encima. Entonces
se cubrió la cabeza con la cartera y se alejó del lugar unos pasos, al
trotecito. Apenas tuvo tiempo de reparar en un grito que aumentaba velozmente.
Cuando se volvió para mirar hacia arriba, ahí nomás, a quince metros, el pobre tipo
estalló en el suelo, casi junto a ella.
Dijo que al principio
no entendió nada. Que tardó un momento en salir del estado de shock. Una
señora, que también estaba por ahí declarando, se le acercó, la tomó por los
hombros y poco a poco la fue sacando del estupor.
Hijitus, con su
súper-oído biónico, escuchó cada palabra, y hay que decir que se decepcionó un
poco cuando confirmó que la viejita no tenía la menor idea de lo que había
pasado realmente.
Al cabo de un rato
llegó la ambulancia y los enfermeros cubrieron los restos, los cargaron luego
sobre la camilla y se fueron tan rápido como habían llegado, llevándose consigo
la diversión. El grupo de curiosos que se había reunido alrededor, y que había
ido creciendo como crece el número de hormigas alrededor de una cucaracha
muerta, se fue dispersando lentamente. Con silenciosas sonrisas satisfechas en
sus caras. Con centelleantes miradas extasiadas. Ojos que presenciaban la
muerte como milagro divino. Todos tendrían algo para contar durante la cena.
Dos botellas de
whisky. Hijitus hundido en el sillón, incapaz de levantarse, con la vista
clavada en la pantalla de la tele. Hubiera querido cambiar de canal. Apagarla.
No. Apagarla no. Necesitaba ocupar su mente con estupideces. Al menos hoy. Que
alguien le dijera qué pensar. Y cómo pensarlo. Eliminar cualquier rastro de
pensamiento propio. Entregarse a la maquinaria del pensamiento puramente
emocional: esto me hace reír, esto me hace enojar. Esto me recuerda cuando mi
papá me enseñó a andar en bicicleta.
En vez de eso, en
cada puto canal no hacían otra cosa que hablar de la muerte de Oaky. Del suicidio de Oaky. En los noticieros, en
los programas de chimentos, en esos programas que hablaban de otros programas.
Acá charlaban con el portero del edificio, allá mostraban un video emotivo que
repasaba la vida del empresario. En otro lugar comentaban las posibilidades de
homicidio. Pero nada serio.
Hijitus se había
cansado; Había dejado uno de esos canales que pasan noticias las veinticuatro
horas. Y hacía por lo menos una que había quedado clavado ahí. Así yo también
hago mi propio canal de noticias, pensaba. Veinticuatro horas, la misma puta
noticia. ¡Último momento! El muerto no se despierta. Tampoco hará
declaraciones. Intentaremos hablar con el primo de un vecino que ¡dice que lo
conocía!
Hijitus no podía
moverse. Los ojos rojos por el whisky y la radiación de la tele. Giró la
cabeza. Ahí, a un costado, el teléfono silencioso como la muerte. Larguirucho
no iba a llamarlo. Lo sabía. Nunca más. Esta vez era en serio. Sabía muy bien
que no lo perdonaría. Después de todo, estábamos hablando de Oaky. No se
trataba de Mosconi, ni de treinta agentes policiales. Hablábamos de un amigo,
de la infancia, de Trulalá. Hijitus sabía muy bien que acababa de matar mucho
más que al Oaky empresario.
Extrañaba a
Pichichus, por supuesto, pero en cierta forma lo dejaba tranquilo que estuviera
en lo de su vieja, dado su deplorable estado y el de la casa. Qué diría
Pichichus si lo viera así. Lo imaginó arrojado en un rincón, probablemente
debajo de la ventana baleada, observándolo, con cara de miedo, desconociéndolo,
destruido igual que él. Por dentro. El viejo amigo de quién.
Sonó el teléfono.
Sonó una.
Sonó dos veces.
Tres.
Lo que esa llamada pudiera depararle no tendría nada bueno. Decidió no atender.
Lo que esa llamada pudiera depararle no tendría nada bueno. Decidió no atender.
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