lunes, 19 de septiembre de 2016

Adiós, Pichichus. -completo-


Problemas con la ley

Eran las dos de la mañana y el televisor había quedado encendido. Hijitus estaba tirado sobre el sillón. Se había dormido sin querer. El control remoto colgaba de su mano y en el suelo, junto a sus pies, se calentaba una botella de licor de durazno. El calor le había obligado a quitarse la remera, el pantalón; el sombrero hacía ya mucho tiempo no lo usaba. Hijitus roncaba. Había migas de papas fritas pegadas a su barba.
Eran las dos de la mañana cuando sonó el teléfono. Lo escuchó desde el fondo de algún sueño que en seguida olvidó. Hacía varios meses que no recibía un solo llamado. Por eso permaneció inmóvil un momento, observando el aparato, oyendo el timbre como si del otro lado lo estuviese esperando la muerte para indicarle alguna cosa, para romperle las pelotas como tantas otras veces.
Oyó el timbre, miró el aparato, y al cabo de un rato de permanecer inmóvil, se pasó la mano por la cara, se puso de pie, se acomodó el bulto dentro del bóxer y se tambaleó, lentamente, hasta alcanzar el tubo. No contestó, no dijo nada. Esperó a que la voz llegara del otro lado.
-¿Hijitus?- Era una mujer. -¿Estás ahí? ¿Hola?
Le pareció reconocerla, pero no podía creerlo. Puso el auricular delante de sus ojos para comprobar si en verdad la voz salía desde ahí. Sentía como si aún no hubiera despertado del todo. Luego se acercó una vez más el tubo a la jeta.
-Vieja, ¿sos vos?- Dijo.
Hubo un silencio y la mujer rompió en llanto.
-¡Si, Hijitus! ¡Sí! ¡Soy mamá!
Como no podía creerlo, estuvo a punto de colgar. Fue un instante, un impulso. Terminé de volverme loco, pensó. Tomé demasiado licor de durazno, quizás.
-¿Qué pasó, vieja? ¿Dónde estás?
La tipa no podía dejar de llorar.
-Tenés que venir, Hijitus.- Le dijo. - Es Pichichus. Se murió. Pichichus se murió.

Es el final, pensó, y en seguida recordó, sin quererlo, sin saber cómo, la noche del último 3 de abril, cuando acudió al llamado del nuevo comisario de Berazategui. Había problemas en Puente Viejo con dos pendejos armados. O eso le habían dicho. Pero cuando llegó al lugar ya era tarde. Tres policías estaban tirando a uno de los pibes al río. Esposado. Al otro no se lo veía por ningún lado. Observó toda la escena desde el aire, mientras volaba acercándose al lugar. Primero le metieron una buena trompada en el estómago, después una patada en el culo, y a la mierda, lo tiraron así nomás, como a una bolsa de papas.
Volvió a su casa sintiendo cómo el viento arrancaba las lágrimas de sus ojos. Una náusea feroz le daba vuelta el estómago. Agarró la botella de Criadores, se desnudó en el baño y se metió en la ducha. Pensaba que tenía que matar a esos tres canas, él, que siempre había sido un fiel servidor, un ayudante incondicional de la institución policial. Matar a tres de ellos.
Bebió durante una hora, apoyado contra la pared, dejando que el agua tibia le corriera por el rostro. Al cabo oyó un movimiento en la puerta del baño y se asomó por detrás de la cortina. Era Pichichus, que iba a cuidarlo.

***

A eso de las cinco de la tarde entró en la oficina del comisario Mosconi. El tipo estaba sentado detrás de su escritorio, esperándolo con una sonrisa en el rostro y un 38 en el cajón de la derecha. Era un yuta cabronazo, de esos con los que no se jode. Debía medir metro noventa, el cabello negro y espeso como la noche engominado hacia atrás. Mostacho stalinista pasado de moda y gesto cansado en los ojos. De la boca le pendía al borde un cigarrillo.
En cuánto difería de su viejo amigo el Comezario del pueblo (que en paz descanse), eso Hijitus ya lo sabía; había ido para comprobarlo.
-Comisario, necesito los nombres de los tres oficiales que estaban anoche en Puente Viejo, cuando usted me pidió ayuda.
-Pasá, Hijitus, sentate. Ponete cómodo. ¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿Agua? Por ahí te vendría bien algo más fuerte. ¿Un whisky?
Hijitus dijo que no. Nunca tomaba enfrente de otros; no quería que se sospechara públicamente de su afición. El comisario volvió a señalarle el asiento.
-Solamente necesito esos tres nombres, Mosconi.- Respondió sin hacerle caso. -Me da esos tres nombres y yo no lo jodo más.
El otro aplastó el cigarrillo en el cenicero y sonrió.
-¿Qué pasó, Hijitus? ¿Para qué los querés?
Hijitus se apoyó con ambas manos sobre el escritorio y bajó la voz.
-Esos tres, tiraron dos pibes al río, Mosconi.
El comisario, sin moverse, transmutó de pronto su rostro en una roca. Era una mirada impenetrable que se le clavaba en el entrecejo como la punta de una estalactita.
-Esa es una acusación muy jodida, Hijitus. No estoy seguro de que pueda dártelos, ¿sabés? No sé si me gusta la idea de que vengas así nomás a romperme las bolas.
-Tienen que pagar.
-Esos pendejos eran dos bolsas de mierda adictos al paco. Se la pasaban jodiendo al prójimo. Nosotros solemos ayudar a esos guachos, los protegemos. Pero estos dos pelotudos no se querían dejar.
-O sea que no querían afanar para ustedes.
Mosconi abrió lentamente el cajón de la derecha y sacó el chumbo. Mirándolo a los ojos, lo apoyó suavemente sobre el escritorio.
-Mirá, amigo.- le dijo. -Nosotros estamos laburando. No tenemos superpoderes, ni superamigos, ni la concha de la lora. Somos laburantes. -Remarcó sílaba por sílaba aquella última palabra. Hizo una pausa y luego siguió: -Cada quien hace su lucha, Hijitus. Vos dejanos a nosotros la nuestra, porque sino, por los dos fiambres de anoche, vas a tener que responder vos. No estoy solo en esto, fufú, así que no hagas ninguna boludez porque el chucuchucu te lo vamos a meter en el orto. ¿Entendiste?
Salió de la oficina mientras el otro todavía le hablaba. La situación era tan delicada como esperaba.

***

No tuvo que pensarlo más que esa noche, recordaba ahora mientras su vieja sollozaba al otro lado del teléfono, como si llamara desde otro planeta. A la mañana siguiente agarró al animal, le dijo vení, Pichichus, vamos a dar una vuelta. Lo subió al Renault 12 y encaró para la ciudad.
-Tengo que hacer algunas cosas- Le explicó durante el viaje - y no puedo con vos al lado mío.
Pichichus lloriqueaba, mirando por la ventanilla del acompañante. Quizás le doliera la incertidumbre, no saber lo que pasaría con él. Pero sin duda su mayor tristeza era esa repentina separación. Desde que se habían mudado a ese barrio de mierda Hijitus ya no era el mismo. Puteaba, chupaba whisky. Pero nada le hubiera indicado al Pichichus que el final de aquella amistad incomparable estaba a la vuelta de la esquina, porque entre ellos nada había cambiado ni parecía que fuese a cambiar nunca. Algo muy grave debía haber sucedido.
Antes del mediodía hicieron el traspaso. El sol en las calles de Devoto les pareció pobre y gastado. Hijitus le dio unos mangos a su vieja, a cuenta de los gastos del perro. Le dijo que iba a mandarle guita todos los meses, para que ella no tuviera que hacerse cargo, y para asegurarse de que al animal no le faltara nada. Ella le contestó que no se preocupara.
Pero Hijitus no podía preocuparse; Tenía asuntos muy pesados que atender. Le dio una última y rápida caricia al perro, justo en la cabeza; le dijo que volvería por él.

-Hijitus, ¿estás ahí?
-Si, vieja.
-¿Por qué, mi amor?
-¿Por qué, qué cosa?
-¿Por qué nunca viniste a verlo?
Hijitus se mordió el labio inferior para no llorar.
-Porque soy un cagón, viejita.
Del otro lado se intensificó el llanto de la madre. Él alejó el tubo para no escuchar. Si seguía escuchando, se quebraba. Siempre se quebraba. Siempre. El sueño volvía, su vieja lo seguía llamando. No había forma de escapar, porque Pichichus moría todas las noches en forma de sueño.
Con el tiempo había cambiado el whisky malo por el licor de durazno, creyendo que quizás la borrachera le indujera aquellos recuerdos y esa culpa. Pero la culpa no se iba. El licor tampoco. Se habían ido todos. Pichichus, su vieja, Larguirucho, Oaky. Hasta él mismo se había ido. Excepto por el licor y la culpa, no había quedado nadie.
Se castigaba, desde hacía meses, comiendo mierda frente al televisor y dejando que el tiempo se lo llevara. Desde la muerte de Pichichus, incluso desde antes, cuando descubrió que no se animaba a matar a Mosconi (aunque debía), había perdido el rumbo por completo, y lo sabía.
En la tele estaban pasando un partido del Barça, una repetición. Se pasó la mano por la cara y se sacudió las migas de papas fritas que le colgaban de la barba. Miró en dirección del teléfono. Estaba ahí, quieto, lejos, en silencio.
Cuando se paró, pateó sin darse cuenta la botella y la derramó sobre la alfombra. La miró, dubitativo, y la dejó allí. Luego apagó la tele, dejó el control remoto encima y se dirigió a su cuarto. Era una noche calurosa. Quizás fuera la última.

***

El comisario Mosconi, que supo ser un verdadero guapo en el arte de torturar gente, no podía creer que un ciruja malagradecido lo tuviera encanutado en un galpón roñoso, perdido vaya a saber uno en qué barrio mugriento del conurbano bonaerense.
De vez en cuando, sin que nada más se oyera, le llegaba un rumor de camiones atravesando una ruta. Parecían estar lejos, pero probablemente fuera esa su única conexión con el mundo real, y su única salida.
Atado de pies y manos, cagado y meado encima, el comisario Mosconi yacía semiconsciente sobre una silla de metal a la cual se encontraba sujeto.
Recordaba, mientras tanto, las épocas de oro, cuando era él quien repartía los palos. Él sí que conocía el oficio. Hijitus, en cambio, no tenía pasta para esto. No sabía administrar la fuerza. A veces lo golpeaba tan fuerte que terminaba desmayándolo, interrumpiendo el proceso de extracción de datos.
-Vas a darme los nombres de esos tres hijos de puta.
-Chupame la pija, Hijitus.
Un golpe en la cabeza y el comisario era puesto a dormir por un buen rato.
-Ya te lo dije, Pijitus. Parece que no entendiste. Yo no estoy solo. Si te doy esos nombres, estoy muerto. Hay gente mucho más poronga que vos y yo metida en todo esto.
-Si no me los das, también vas a estar muerto.
- Vos no podés matar a nadie, gil. No tenés huevos.
Y quizás fuera cierto. Hacía una semana que lo tenía secuestrado, y todavía no había logrado sacarle nada. La sola idea de recurrir a la mutilación hacía que la presión le bajara dejándolo blanco como la leche. ¿Cómo haría cuando tuviera que meterle un balazo en la cabeza?

Tiempos de rosas rotas

-Boludo, conozco mucha gente; pero son todos de acá. Con zona sur no tengo nada que ver. Ese tal Mosconi que me decís, la verdad es que no lo registro, pero si querés te averiguo: seguramente alguien pueda tirarme una data. ¿Podés aguantar hasta el viernes?
-Sí, claro. Gracias, Oaky. Cuento con vos entonces. Un gusto volver a oírte.
-El gusto es mío, Hijitus. Aunque siempre supe que un día volveríamos a hablarnos. ¿Tus cosas cómo andan?
Hijitus quería colgar. No le agradaba demasiado la idea de reavivar la relación con su viejo amiguito, ahora devenido en la cabeza de una exitosa firma de abogados.
-Bien.- Le contestó. –Pichichus está con mi vieja hace unos días. No quiero meterlo en este quilombo.
-Claro, seguro.- Concedió Oaky.
-Desde que vinimos a la ciudad la cosa se puso bastante fulera.
Oaky rió.
-Y si- dijo. -Acá no es lo mismo que allá, cabeza. ¿Cuándo se vinieron?
-Hace un par de años, cuando murió el Comezario, allá en el pueblo.
-¿Vas a volver?
-No lo sé. Probablemente. Cuando pase todo esto.
Hijitus se dio cuenta de que estaba soltando demasiada información. Después de todo, hacía muchos años que no se hablaban y no sabía si podía confiar en él. No después de todo lo que había pasado.
-Esta ciudad no es para todos, Hijitus. Te va comiendo por dentro. Si no encontrás la forma de sobrevivirla, te tenés que rajar. Si ya te diste cuenta, hacelo cuanto antes. Después va a ser demasiado tarde. Además, no podés comparar toda esta locura con nuestro querido pueblito. Quién te dice, quizás hasta yo me vuelva para allá.
-Tu viejo, ¿cómo anda?
Oaky volvió a reír.
-El viejo Goldsilver.- Y reía. –Es indestructible ese hijo de puta.
Colgó y le quedó un sabor amargo. Pensó que podía ser un poco la nostalgia de su pueblo, de Trulalá, el recuerdo del Comezario, de Goldsilver; el recuerdo de todo lo que había desaparecido. El de la vecinita de enfrente.

Estaba seguro de que su viejo amigo tampoco se habría olvidado. Esas cosas no se olvidan. Pero no podía asegurar con la misma facilidad que Oaky le guardara aún algún rencor por toda aquella historia. Al fin y al cabo se reducía a un ya lejano problema entre adolescentes, a una mega boludez del pasado.
Sin embargo, aquel rollo entre tres pendejos calentones había sido suficientemente grave como para que nunca más volvieran a hablarse. Hijitus lo sabía, aunque quisiera engañarse creyendo que se trataba de una nimiedad. Era una mega boludez muy grave, de esas que dejan marcas.
Él mismo -pensaba después de hablar con Oaky, mientras se preparaba un sánguche de queso y tomate para la cena- se había descubierto pensando en la vecinita de enfrente durante todos esos años. Largos años de volver a aquel drama ridículo y a aquel amor.
Primero veía a la vecinita en la puerta de la mansión de los Goldsilver, con su jumper del secundario, dos colitas de pelo rojo, un chupetín en la boca y la carpeta y el libro apretados contra el bléiser a la altura del pecho. Todavía le hervía la sangre como a un toro en la arena cuando evocaba aquel cuadro.
Y sus piernas, como de marfil, las medias azules por las rodillas, los ojos de toda Trulalá metidos debajo de su pollera.
Oaky la paseaba por todos lados y ella iba siempre callada. No parecía ser feliz junto al hijo del millonario del pueblo, e Hijitus sospechaba que los padres de la chica favorecían y hasta forzaban la relación por conveniencia económica.
Goldsilver, que era un tipo siempre tan correcto, no parecía oponerse a esta fantochada, quizás para no granjearse el rechazo y el odio de su único heredero. Pero lo cierto es que en cierta ocasión, durante una cena de Navidad que la acaudalada familia brindó en la plaza de Trulalá, Hijitus lo descubrió mirándole el culo a la piba con impune alevosía.
No dijo nada, pero a los pocos días la encontró casualmente a la salida del colegio, llorando en el cordón de la vereda a unas pocas cuadras de su casa. Se acercó a ella y le preguntó si podía sentarse a su lado.
-Vos sos muy bueno, Hijitus.- Le dijo ella, pasándose un pañuelo por los ojos. -Pedís permiso hasta para sentarte.
-Lo voy a tomar como un cumplido- Le respondió entre risas, y se sentó.
Pero la piba no sonrió siquiera. En cambio, le dirigió una mirada profunda, secreta, destructiva.
-Mis padres insisten en que debo ser la novia de Oaky porque su familia tiene plata, pero a mí me gustás vos, Hijitus. ¿Por qué mierda vivís en un caño?
-Yo… no sé…
-Quiero decir, no te enojes, pero siempre estás ayudando a todos. Todo este pueblo se vendría abajo si vos no estuvieras, y nadie te da nada a cambio. No te pagan, no te ayudan.  Y vos seguís al servicio de ellos.
Hijitus no sabía qué decir. Quiso darle una respuesta coherente que justificara su miserable pobreza, pero antes de que pudiera darse cuenta, la piba se le tiró encima y le comió la boca. Sintió el gusto a chicle de frutillas y a los diez segundos tenía la verga tan dura como un lingote de oro.
-Vamos a mi casa- Le dijo, y ella aceptó.
Alguien (nunca supo quién) debió haberlos visto, porque al otro día todos en Trulalá se habían enterado. 

***

Si uno le preguntaba a Hijitus cuál era su idea del amor, él respondía que los era el motor que movilizaban los sentimientos de amistad y justicia. Tardó en descubrir que ambas cosas no pueden ir de la mano, que no se puede ser fiel a los amigos y justos con ellos a la misma vez.
¿Por qué traicionó a Oaky? Durante mucho tiempo Hijitus protegió su propio ego pensando que su amigo se merecía lo que le había pasado, por egoísta y por pelotudo. Decía que haberse acostado con su novia fue lo mismo que impartir una especie de castigo. Oaky tenía que aprender la lección: su novia, y las demás personas, no eran objeto de su posesión.
Evidentemente Oaky no era de la misma opinión.
Lo que sucedió después precipitó los acontecimientos. Oaky fue hasta el caño donde vivía Hijitus, al grito de ¡lompo lalma!, y quiso pelear con él. Era la mejor época para Súper Hijitus. Atravesaba su sombrero de linyera y se convertía en una bola de músculos capaz de aboyar la coraza de un submarino nuclear. La paliza que recibió Oaky no duró ni un minuto. Por suerte para él, enseguida intervino el Comezario y lo hizo repimporotear para el calabozo.
Al día siguiente Goldsilver pagó la fianza y se lo llevó a la ciudad, lejos del escarnio público. Nunca más volvieron al pueblo.
Un tiempo después, Larguirucho logró que Hijitus recapacitara un poco. Solamente un poco. Le dijo que a los amigos esas cosas no se les hacen.
-Primero le zarpaste la novia y después lo cagaste a trompadas. Y encima lo metieron en cana.
-Sí, Larguirucho, pero el Oaky estaba haciendo muy mal las cosas. Alguien lo tenía que parar.
-Y en vez de ir a hablar con él, lo mejor que se te ocurrió fue ir y garcharte a su novia.
Hijitus sabía que el tipo tenía razón.
-Yo no fui. Ella vino.
-Y yo no te vi salir corriendo. Sos un garca, loco.
En ese momento no le preocupó que Larguirucho se las tomara, casi llorando, ofendido. Siempre volvía. Era medio boludo. Pero era buen amigo.
Hijitus se quedó pensando un tiempo, al cabo del cual le mandó una carta intentando explicarse y, de alguna manera, disculpándose, pero Oaky nunca le respondió. La vecinita de enfrente y sus padres también se fueron del pueblo, perseguidos por los murmullos y las acusaciones de las vecinas más ladinas. Algunos dicen que se mudaron a Ramallo; otros, a Lincoln. Pero la verdad es que a nadie dijeron adónde.

La noche del viernes, tres días después de haber contactado con Oaky, Hijitus esperaba su llamado. Afuera una luna gorda y redonda alumbraba las calles de tierra, donde el aire mezclaba el aroma de los jacarandaes con el de lejanos basurales y la mugre de las veredas imaginarias.
Para matar el tiempo, se empeñaba en un solitario con cartas españolas sobre la mesa ratona del living, que era, a decir verdad, un cajón de verduras. Lo rodeaban colillas de cigarrillos y bollos de papel. Una botella aquí, otra allá. Todas vacías excepto la que estaba junto a él.
Hacia las doce comenzó a dudar de la promesa de su amigo, pero apenas pasada la medianoche sintió un auto doblando en la esquina. No supo por qué, pero enseguida entendió que era para él. Saltó del sillón, apagó las luces del frente y se escondió detrás de la persiana, logrando espiar hacia afuera por entre las rendijas de abajo, en cuclillas.
El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba. Parecía que venían estudiando el frente. Hijitus observaba con desconfianza. Se lamentaba, por un lado, de que Pichichus estuviera tan lejos; en estas situaciones podía mandarlo a investigar los movimientos de afuera. Pero sabía que era mejor así. Que estuviera a salvo. Esto no era como sus viejos días en el campo. Sólo ocurría que lo extrañaba más que a nada en el mundo.
Sin saber bien qué hacer, se refugió lo más que pudo contra la pared, oculto detrás de la persiana, y esperó. Afuera el viento latía en silencio, impregnando la noche con un ligero aroma a peligro. Hijitus sintió un extraño dolor en la entrepierna, la sangre atorándosele en el cuello. Sentía, como nunca, que la muerte era una amenaza real.
De pronto el aire se cortó en un estruendo y saltó en pedazos. Una ráfaga de ametralladora hizo volar los vidrios de las ventanas. Las paredes estallaban por todos lados. Fragmentos arrancados se rompían por todas partes.
Hijitus se arrojó al suelo instantáneamente y se cubrió la cabeza. Le parecía incluso oír el silbido de las balas pasando a pocos centímetros de distancia. Le dolía, por todo el cuerpo, la impresión de estar siendo lacerado por miles de pequeñas astillas de vidrio.
Fueron unos segundos, apenas, pero sintió como si un trueno no terminara nunca de caer encima suyo. En seguida se detuvo, sin embargo, y en la quietud emergente escuchó que alguien gritaba:
-¡Hijitus y la concha de tu madre!
No supo quién era.

***

No me animaba, Pichichus, a restablecer la justicia. Me pesaba la mano para impartirla. Porque en el pueblo, allá era muy fácil. Pero acá, Pichichus; vos viste cómo era acá. La gente tiene tantas necesidades, pero casi todas son falsas. Nadie puede decir con certeza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, si es que puede establecerse realmente lo que está bien y lo que está mal en este mundo.
Allá, en Trulalá, la vida era simple y la labor de la justicia, por ende, más sencilla. El Comezario era un tipo con criterio en el que todos confiábamos. Por eso nunca dudé en brindarle mi ayuda. Hacer las cosas bien consistía en mantener el orden y acatar la ley, encarnados en su figura. Si no queríamos que reinara la anarquía, simplemente debíamos obedecerle.
Acá, un pibe le arrebata el teléfono celular a un tipo en la calle. Antes de llegar corriendo a la esquina, lo agarran entre cinco -incluido el dueño del teléfono- y lo revientan a golpes. ¿A quién se supone que debo castigar? ¿Al pibe? ¿A los tipos? ¿Al dueño del teléfono? ¿Quizás a los padres de todos ellos? ¿O al fabricante? La brutalidad no es injusticia, Pichichus; es ignorancia. ¿Cómo se castiga al bruto, al ignorante, al alienado? ¿Hay que castigarlo?
El comisario Mosconi, ese hijo de puta, ¿de qué crimen se supone que lo acuse? De encubrimiento, de corrupción, de asociación ilícita. ¿De asesinato? Y sin embargo, Pichichus, no podía dejar de verlos como oficiales de la ley. Porque en esta ciudad, querido amigo, la brutalidad y la ignorancia son ley. Acusarlo de encubrimiento, de corrupción, era casi como acusarlo de sobrevivir. ¿De asesinato? Yo no lo vi tirando a nadie al río. Y sobrevivir no puede ser un crimen.
Por eso tardé, Pichichus. Tenía al comisario en ese galpón, sabía que su gente lo buscaba, que el tiempo era determinante, pero no sabía que vos ibas a morirte. Porque entonces sí, amigo; Hubiera ido corriendo a tu lado para abrazarte, para decirte que no te había olvidado. Pero la puta madre, Pichichus. Sí; sí lo había hecho.

***

Era una noche de lluvia, pero de esas lluvias chiquitas, molestas. El frente de la comisaría lucía tranquilo, con dos patrulleros en la puerta y un hombre, de civil, que fumaba un cigarro en la entrada.
Hijitus, a la distancia, intentó reconocer si se trataba de uno de los policías del puente, pero no tenía forma de hacerlo. Su recuerdo era vago; apenas había alcanzado a verlos. Y ahora estaba tan lejos como aquella vez.
Secuestrar al comisario en la puerta de la comisaría no parecía un plan brillante. Pero después de que atacaran su casa comprendió que haber acudido a Oaky para obtener información había sido un error grosero de su parte.
¿Quién, sino ese enano hijo de puta, podría haber puesto al comisario sobre aviso?  Oaky Goldsilver lo tenía que haber traicionado, y todo por una antigua historieta con una minita que ya no le importaba a nadie.
Oaky y la puta que te parió, pensaba Hijitus ahora, escondido detrás de un árbol, vigilando la entrada de la comisaría. Le parecía que la traición de su viejo amigo era, en relación con la suya propia de tantos años atrás, mucho más grave y peligrosa.
Mientras observaba unos autos estacionados sobre el cordón de la vereda, a unos metros del edificio, pensó por trigésima vez, sin embargo, que existía la posibilidad de que Oaky no hubiera hablado con Mosconi, de que tal vez este último hubiese actuado por su cuenta simplemente para enviarle un mensaje, una amenaza, volando todas las ventanas del frente de su casa.
Uno de esos autos debía ser el del comisario, lo sabía. Tenían lindos autos esos hijos de puta. Al cabo de un rato Mosconi salió con una llave en una mano y un pedazo de torta en la otra. Debían haber estado festejando un cumpleaños.
Con pasos largos y seguros se dirigió hacia un Chevrolet azul marino cuyas luces se encendieron por un instante cuando el tipo le quitó la alarma. Simultáneamente se oyó un pitido: cuá cuá. Eran las diez y media. Hijitus volvería las noches siguientes. Ya sabía qué hacer.

***

-La verdad, Hijitus, nunca pensé que tendrías huevos para esto. Siempre fuiste medio putito vos.
-Metete en el auto, Mosconi. O te hago mierda acá nomás.  
El comisario se sentó al volante. Sentía la punta del chumbo entre las costillas.  
-Dale, la concha de tu madre. Destrabá las puertas.
Mosconi obedeció e Hijitus saltó, en un solo movimiento, al asiento trasero. Le apoyó el arma en la cabeza y le ordenó que arrancara.
-¿A dónde vamos, campeón?
-A un lugar tranquilo, jefe. Vos y yo vamos a charlar un rato.
En una calle de tierra, oscura y sin casas a los lados, Hijitus lo esposó y lo arrastró fuera del auto. Lo arrojó al suelo, lo pateó un rato, y finalmente lo amordazó para meterlo en el baúl.
Después estuvo manejando un rato, convencido de estar haciendo lo correcto. Nadie los había visto, nadie sabía a dónde iban, y nadie podría encontrarlos. Si el comisario no se resistía demasiado, sería una tarea fácil: Obtendría los nombres de los tipos, los mataría, recogería a Pichichus y saldrían del país. A Uruguay, seguramente.
En retrospectiva, este plan continuaba pareciéndole el más sensato del mundo. No podía entender cómo mierda fue que todo se le había ido al carajo. Recordaba el rostro de Mosconi, algo deformado por los golpes, cubierto de sangre, y su obstinación enfermiza por permanecer en silencio. Hijitus llegó a pensar que al comisario le excitaban sus golpes, le endurecía la verga al extremo que le pegaran una, y otra, y otra vez. Porque sino no podía explicarse que alguien se negara tan rotundamente a dar una sencilla información que, para colmo, no le incidía en lo más mínimo.
  Un yuta que no quería vender a sus amigos. A Hijitus se le reían las dos pelotas juntas. Los yutas corruptos no tienen códigos. Y a decir verdad, ¿qué yuta no es corrupto?, pensaba Hijitus. Todo cana es corrupto. Todos ellos imponen la fuerza de un orden que destruye el mundo al que pertenece. Pero el yuta es corrupto porque no quiere pertenecer a ese mundo. No. Él no quiere ser parte de la plebe. Y como no tiene otra cosa que vender a parte de su fuerza bruta, es todo lo que ofrece al orden: fuerza bruta. Vende su conciencia de clase por un chumbo y una obra social.

Muy bien. Entonces el pobre Hijitus va a tener que pensar en una nueva forma de justicia. Va a tener que limpiarse la cara, la barba, los ojos, el culo y el alma. Se levanta de su cama. Le tiemblan un poco las piernas, se tambalea y cae al suelo. Siento olor a vómito, pero no recuerda haber quebrado. Es decir, no recuerda haber quebrado aún más. Unos rayos de sol matutino entran por la persiana como un montón de rayos láser disparados en una cámara oscura y lastiman sus ojos. ¿Dónde carajos está Mosconi? Se pregunta Hijitus. ¿Qué pasó con Mosconi?

La muerte lo comprende todo

Si para Borges la memoria constituía un laberinto, Hijitus ni siquiera hallaba la entrada a éste todavía. No sólo era incapaz de recordar; a decir verdad, los recuerdos le asaltaban arbitrariamente en cualquier momento y en cualquier orden. Al de las largas piernas de la vecinita de enfrente y aquellos ruidosos carnavales en el pueblo, le seguían el de la jeta reventada de Mosconi, el sobrevuelo fatídico sobre Puente Viejo, la voz de Larguirucho al otro lado del teléfono.
Debían haber pasado dos semanas desde que Mosconi atacara su casa. Oaky no había vuelto a comunicarse con él, y en la televisión no hablaban de otra cosa que de la desaparición del comisario. Los medios afirmaban que podía tratarse de un ajuste de cuentas, otros, que de un mensaje del narco. Hijitus aún no volvía a su casa porque Oaky, ese enano botón, podía dar aviso a la policía y entonces todo se habría acabado. En cambio, permanecía oculto en una pensión en el barrio de San Telmo, barrio de guapos y turistas japoneses.
Una mañana le golpean la puerta.
-Che, Pibitus- (porque así se hacía llamar en esos días) -Parece que tenés un llamado.
La casera de la pensión, una señora grandota, algo sucia pero inusualmente amable, le indicó dónde estaba el teléfono. Hijitus sabía de quién se trataba, porque su vieja podía haberle dado el número a una sola persona, la única que podía ubicar a su vieja.

-¿Larguirucho?- Dijo.
-Hablá más fuerte que no te escucho.
Los dos rieron durante un largo rato. Demasiado tiempo habían pasado sin hablarse.
-Tu vieja me pidió que te dijera que estaba todo bien. Que cuándo te vas a llevar al perro.
-Estoy metido en un quilombo groso, amigo. Creo que puede llevarme unos cuántos días resolverlo.
-No te preocupes, Hijitus. Va a estar todo bien. ¡Si vos siempre salís bien parado en todos los tiros! Pero contame, chamigo. ¿Qué quilombo es este que armaste?
-No quiero comprometerte, Larguirucho.
-¡Ma! ¿Qué comprometerme ni qué comprometerme? ¿Somo amigo o no somo amigo?
Hijitus miró alrededor y vio algunas caras sospechosas merodeando demasiado cerca. Gente dudosa que se alojaba en la pensión, igual que él.
-No puedo contarte mucho desde acá- Dijo, y luego bajó la voz: -¿pero escuchaste hablar del caso Mosconi?
-Jujuja jujaju!!!
-No le cuentes a nadie, Larguirucho; no seas boludo.
-¿Que si escuché hablar? ¡Es trendin topi en las redes!
-El tipo es un asesino, Larguirucho. Y tengo que encontrar a tres de sus amigos.
-¡Pero dejate de joder, Hijitus! ¿Por qué no vas con tu vieja y con Pichichus, que te necesitan?
-Haceme el favor de cuidarlos un tiempito. Yo tengo que resolver esto. Dame algunos días. ¿Cuento con vos?
Larguirucho se quedó un rato en silencio, pero en seguida volvió a gritar.
-¡Más vale que contás conmigo! ¿Con quién te pensás que estás hablando? ¿Somo amigo o no somo amigo?

Después de colgar, Hijitus decidió que esa tarde iría al galpón donde lo tenía a Mosconi. Hacía por lo menos treinta y seis horas desde la última visita, y tenía que empezar a acelerar los trámites.
Se tomó el tren en Once (ya no quería volar) y se bajó casi una hora después en la estación de Merlo. Un colectivo ruinoso que iba saltando entre las veredas y los baches lo llevó hasta la ruta, y aún entonces anduvo un rato antes de bajarse.
A los costados sólo había terrenos baldíos y calles de tierra salpicadas de construcciones abandonadas, de ladrillo a la vista y techos de chapa, viejos locales comerciales, oscuros y perdidos, de los que entraban y salían, muy lentamente y de vez en cuando, individuos rústicos y amenazantes.
Dobló en una de las calles y caminó durante casi media hora, dejando atrás el barrio, hasta llegar a un complejo de almacenes que habían dejado de funcionar hacía muchos años. En uno de esos estaba Mosconi, aguardando.
Metió la llave en el candado de la puerta, luego otra en la cerradura, y empujó con fuerza. La puerta se abrió y en seguida un olor extremadamente insoportable lo rodeó y casi lo voltea; una mezcla de orina y carne hinchada por las moscas. Ahí estaba el comisario. Se había caído con la silla hacia un costado, quizás intentando zafarse.
Hijitus no tuvo que mirarlo demasiado para entender que estaba muerto. Sin embargo se acercó cautelosamente, relojeando hacia los costados, como si alguien fuera a sorprenderlo de golpe, y se agachó junto al cuerpo para inspeccionarlo detenidamente.
La cara parecía un globo violeta. El pelo se le convertía en paja seca. Quieto, como un perro abierto al costado de la ruta, estaba tibio todavía aunque no sabía si por la cercanía del deceso o por la actividad de las bacterias que habían empezado su tarea.
Pudo haber muerto desangrado. No tenía golpes en la cabeza (aparte de los que él le había dado). O quizás le había dado un infarto intentando aguantar para no cagarse. De cualquier forma toda la operación estaba jodida, y el hijo de puta de Mosconi había tenido razón: Hijitus no servía para esto, no tenía mano ni cabeza para la tortura.
Su enemigo se llevaba los tres nombres. Y aún peor: su confianza en sí mismo.

***

Después de matar a un policía ya nada vuelve a ser igual; Y menos para un adalid de la justicia. La cosa se vuelve vicio. Veamos el caso de Hijitus, que después de la muerte de Mosconi se nos desmorona porque no consigue los nombres de los tres tipos que estaba buscando. Deja que corra un poco de agua bajo el puente, que encuentren el cuerpo, que los medios conjeturen sobre lo acontecido, que la investigación avance. Aunque está deprimido, permanece tranquilo; Nada lo vincula con el caso, salvo Larguirucho y Oaky, quienes conocen algunos detalles.
Pero esto no le preocupa en absoluto. Larguirucho era un boludo, pero leal, como un perro. Y Oaky jugaba en otro terreno. No intentaría meter a la Justicia en el medio. Así que no tenía otra cosa que hacer además de aguantar en la pensión a que se estabilizara un poco el panorama (y un comisario que aparece muerto atado a una silla y con síntomas de haber sido torturado es un panorama que tarda en estabilizarse). Procuró no salir mucho de su habitación y la única vez que le llegó una llamada mandó a decir que se había tomado el palo.
La guita era otro tema. Antes de que Mosconi se hiciera cargo de la comisaría de Berazategui, Hijitus recibía regularmente una pensión –bastante modesta, por cierto- de parte de la Provincia, en carácter especial por los servicios extraordinarios prestados en Trulalá, su pueblo natal. La cosa cambió con la nueva administración, que no era amiga de estos tratos inusuales, y a Hijitus le cortaron el chorro acusándolo de ñoqui, como a tantos otros trabajadores independientes que servían a la comunidad por fuera de las instituciones habituales.
Ahora sus reservas empezaban a escasear y pronto tendría que volver a su casa, a la que ni siquiera había arreglado la ventana del frente después del tiroteo. Pero una noche, acosado por la sobriedad, una serie de agitados pensamientos se arremolinaron en su mente y nuevas ideas comenzaron a aparecer. Ideas frescas, grandes, importantes. Y se le ocurrió entonces que con la muerte de Mosconi no todo estaba perdido. Muy por el contrario, algo nunca antes visto estaba naciendo de toda aquella situación. Y se dijo, casi en voz alta: ¿Y si empezara a perseguir yutas, a sacarles información para ajusticiarlos y las billeteras para vivir? ¿No sería esa una forma verdaderamente decente de encarar la vida?

***

Alejandro Rubio salió por la puerta de la comisaría y caminó unos pasos hasta su Fiat Siena modelo 2010. Era una mañana soleada y había terminado su turno después de una noche quieta y aburrida. Generalmente odiaba esas noches; Se hacían largas, inútiles. Se pudría de tomar mate y jugar a las cartas. Mucho más le gustaba salir a la calle y buscar algo que hacer. Tener una orden que le evitara el tedio de pensar por qué carajos estaba perdiendo el tiempo ahí. No. No le gustaba andar preguntándose gilada. Prefería la acción, sin ninguna duda. Algo que le hiciera mover el culo y correr, el eco de un tiroteo en una esquina desolada a mitad de la madrugada. Los gritos. La emocionante canción de unos pies que huían por el asfalto, la respiración agitada de alguien escondido detrás de una columna, la de un cuerpo desplomándose en el cordón de una vereda.
Generalmente prefería esas noches llenas de muerte y de vida antes que la quietud amarga y fría de una jornada tranquila dentro de la comisaría. Pero esta vez no. No hacía mucho que el cadáver de Mosconi había aparecido en un galpón en el culo del mundo, y el personal todavía no se recuperaba. Eran días de zozobra, de recogimiento. Muchos habían estado pensando en sus propias familias. Otros habían pensado incluso en sí mismos. La prensa los había estado acosando y la moral y el estado de ánimo general estaban por el suelo. Un fiscal había estado dando vueltas. Les había hinchado las pelotas a todos con preguntas. Estaban cansados. Querían colaborar pero no había espacio en sus pobres almas para eso. Parecían aniquilados.
Algunos, como Domínguez y Melián, elegían la calle. Alejandro los entendía; por un lado no era mala idea alejarse un poco, meter la cabeza en otro lado. Hablar con la gente afuera, pelearse un poco. Pero a él le costaba un poco más arrancar. Cada vez que se planteaba la posibilidad de salir, se le venía a la cabeza la imagen de su hijito de tres años, en brazos de Claudita, y la de él mismo, en el lugar de Mosconi, cagado a palos y reventado en un galpón roñoso al fondo de Merlo. Ese temor lo invadía desde adentro y lo paralizaba. Podría cagarse encima si un ataque así le daba estando afuera. Se había decidido a esperar. Después de todo, el cagazo no podía durar para siempre.

Sentado al volante, con el sol pegándole de costado, pensaba en esta situación y le entraban ganas de llorar. Por eso no le agradaban esos momentos sobrios, lentos. Porque eran al pedo; un hilo de pensamientos inoportunos lo atravesaban y era incapaz de controlarlos. Todo lo que obtenía de ellos era una sensación de mierda que en seguida quería sacarse de encima.
Los ojos se le ponían vidriosos. Golpeó el volante un par de veces. Se mordía el labio inferior. Se rascó una oreja y aceleró. Quería llegar a su casa cuanto antes; estar con su hijito y con la Claudia. Antes podía pasar por una panadería, comprar media docena de facturas. Casi siempre se iba a dormir directamente después de cruzar la puerta. Pero hoy no. Hoy se quedaría despierto. Hablaría con su familia. O aún mejor: escucharía a su familia. Lo que Claudia tuviera para contarle (¿se habría amigado con su hermana?); lo que el enano le contara sobre sus nuevos juguetes. Esta mañana, este día, sería para ellos.

Estaba llegando a Puente Pueyrredón cuando un diminuto punto azul en el cielo llamó su atención, desviando el curso de sus ideas. Era un punto azul brillante que se movía lentamente a un lado y a otro, y parecía aumentar gradualmente de tamaño. Recordó a su primo Horacio, que había querido entrar en el ejército para estudiar el fenómeno OVNI. Qué tipo boludo ese Horacio. ¿Pero era eso que estaba viendo un puto OVNI?
La verdad es que no tuvo mucho tiempo para considerarlo. En seguida la figura fue creciendo, y comenzó a verla en más detalle. No parecía un algo, sino un alguien. Entrecerró los ojos para enfocar la vista y pudo verlo con claridad: Un tipo  barbudo con mirada de lince, volando, extendiendo ambos brazos hacia el horizonte, con una hélice diminuta en lo más alto de su cabeza y una capa, por detrás, que flameaba frenéticamente a gran velocidad.
Pensó en frenar el auto y bajarse, pero entonces descubrió lo que estaba sucediendo: Hijitus iba directamente hacia él, rumbo a hacerse mierda contra su auto. Era el asesino de Mosconi, y también el suyo.
Entonces pisó aún más el acelerador, se abalanzó sobre el volante, firme, y cuando se hubieron acercado lo suficiente, intentó el volantazo hacia la izquierda, pasándose a la otra mano. Fue tarde. Hijitus intuyó la maniobra y se le metió directamente por el parabrisas, a la velocidad de una bala, partiéndolo en dos. Luego salió por la ventana de atrás sin detenerse y levantó vuelo una vez más. Se perdió en lo más alto del cielo.

***

Después de Rubio siguieron algunos otros. Le gustaba leer después las crónicas policiales. Todo el país se estaba volviendo loco con la aparición regular de policías asesinados en cualquier momento sin otro móvil que el robo de sus billeteras.
Ahora le temblaban todavía el puño izquierdo y la mandíbula inferior; No sabía si a causa de la emoción del último enfrentamiento o del dolor mismo. Hijitus aún tenía miedo de que hubiera algún testigo, aunque todo había sido demasiado rápido.
Fue al baño y se quitó el traje azul. Se paró desnudo frente al espejo. Le daba bronca tener esa buzarda vulgar, producto de los años de inmovilidad venidos encima junto con sustanciosas cantidades de cerveza. Se acarició la barba, pensativo. Si estuviera en forma habría esquivado esa bala. En cambio, el yuta había tirado y él solamente alcanzó a cubrirse la cara, como una maricona. Tuvo suerte; la bala apenas le rozó la mano izquierda.
Se metió en la ducha, no sin algo de dificultad. Con la cabeza bajo el agua imaginó su propio identikit dando vueltas por todos los noticieros, y a todo el mundo diciendo “¡pero si ese es Hijitus, el del Sombrero Sombreritus! ¡Es un asesino de policías!”.
Había cruzado a Melián en una calle de tierra, oscura. No había señales de vida dentro de las precarias construcciones que se levantaban tristemente alrededor. ¿Por qué estaba Melián en ese lugar? No lo sabía. Había estado siguiendo su auto durante casi dos horas y el tipo terminó metiéndose ahí. Sin dudas Hijitus no iba a desperdiciar la oportunidad.
El recorrido sospechoso del cana lo envalentonó. Cualquier cosa que un agente estuviera planeando a esas altas horas de la madrugada, fuera de servicio, y en un lugar como ese, no podía ser nada bueno.
El Volkswagen Gol, gris, había aminorado la marcha en esa esquina para pasar un pozo interminable lleno de agua y basura. La tarde anterior había estado lloviendo. No era fácil transitar por ahí. Por eso Melián, que iba muy concentrado en el estado del camino, tardó en ver que Hijitus se había parado frente al auto, en medio de la calle, a poco más de diez metros.
Primero Mosconi, después Rubio. Fue lo que pensó Melián cuando finalmente levantó la vista y se encontró con Hijitus bajo la luz de los faros. Así que fuiste vos, hijo de puta. Tenía el chumbo entre los huevos; lo agarró con un manotazo rápido e imposible de adivinar desde fuera y puso el dedo en el gatillo.
Anduvo unos metros más, todavía, mientras Hijitus permanecía de pie, inmutable. Era un blanco fijo. En un solo movimiento, Melián apagó las luces del auto, abrió la puerta, saltó a la calle y, antes de tocar el suelo, tiró.
Después de rodar por el piso y embarrarse hasta el ojete, dio un salto y buscó con la mirada a su enemigo. Ahora estaba todo demasiado oscuro, pero parecía que Hijitus no estaba en el suelo. Había fallado. Corrió agachado hasta el auto, que había seguido andando hasta golpear un tronco al costado de la calle, y temblando como un pichón mojado se metió dentro.
Le costó meter la llave para hacerlo arrancar. Estaba a punto de ponerse a llorar y empezó a putear en voz alta. Sobre todo a Hijitus, pero también a su propia madre. Cuando por fin pudo, el motor se encendió y al mismo tiempo las luces. Entonces vio, por un segundo, a Hijitus en el asiento trasero. Tenía barro en la cara.
-La concha de tu madre.- Le dijo Melián.
El derechazo de Hijitus fue tan fuerte que la cabeza del cana dio contra la ventanilla, rompiéndola. Los vidrios no terminaban de estallar cuando le rodeó el cuello con un brazo, y tres ó cuatro golpes en el medio de la cara lo dejaron fuera de combate.
Hijitus lo arrastró afuera lo más rápido que pudo. Lo tiró a un costado, le sacó la billetera del bolsillo y el arma de la mano (que todavía tenía agarrada con fuerza) y, aunque el otro estaba inconsciente, le disparó tres veces en el pecho. Luego una más en la boca, sonriendo
Echó a correr en seguida, a supervelocidad. Tropezó en la esquina, pero se levantó, se sacudió las rodillas, y siguió, aunque miró hacia atrás un par de veces, para ver si alguien lo estaba mirando, pero no vio a nadie.
Más tarde, la primera en enterarse que algo andaba mal fue Liz, una travesti de Caraza que estuvo esperando a Melián durante una hora, en la esquina de siempre. Todos los miércoles Melián la llevaba hasta su casa. Ella también lo quería.

El amor no es una pálida lápida

Había alguien hablando en su cabeza. ¿Un doctor? ¿Una enfermera? Pero no alcanzaba a entender lo que decían. Tal vez simplemente estuviera soñando de nuevo. O el licor barato estuviera haciendo estragos en lo que quedaba de su mente. Pero algo había, diferente, en la forma en que esas voces reverberaban dentro suyo. Algo terrible.
Quiso moverse hacia un costado pero no pudo. Luego hacia el otro. Parecía como si alguien lo sujetara por los hombros, pero tampoco podía verlo porque no podía abrir los ojos. Cuando quiso incorporarse, finalmente, una mano cálida se apoyó sobre su pecho desnudo.
-Quédese tranquilo, muchacho. Mejor que no se mueva.- La voz de una mujer joven.
¿Era posible que no recordara nada? ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Estaba en un hospital con una enfermera cualquiera o en un hotel con una prostituta cualquiera?
Debía tranquilizarse y escuchar con atención. Hacía frío, el colchón sobre el que estaba tirado era duro y muy delgado. Oyó otras voces. Unos pasos. Sintió el aroma revulsivo de los consultorios clínicos. Estuvo a punto de vomitar. Algo había sucedido.
No podía ver, pero pudo adivinar que lo habían dejado solo, y que había ahí nomás otras camillas con otros infelices abandonados. Lo supo porque escuchó toces y alguna puteada débi, de esas que apenas sirven como autoconsuelo. ¿Le habían pegado un balazo?
Está bien, pensó Hijitus. Tenía que pasar. No se puede ir reventando policías por ahí sin ninguna consecuencia. Pero lo que hubiera pasado superaba su más fantasiosa expectativa. Era una lástima que en su memoria se formara esa laguna miserable, que le arrancaba, al menos de momento, el placer infinito de la máxima victoria, el de la obra acabada, el del súmmum del éxito final.
Tenía que haber sido algo grande, barruntaba Hijitus. Porque si lo había dejado en ese estado deplorable no pudo haber sido de principiantes. Sintió un pinchazo en el brazo izquierdo, pero en realidad ya se lo habían dado hacía rato, cuando le enchufaron el suero. Se quedó dormido.

La camilla se movía. Daba pequeños saltos. Lo trasladaban. Si estaban por sustraerle todos los órganos para traficarlos en el mercado negro, no podía hacer nada en absoluto. Al menos el hígado tendrían que tirarlo. También los pulmones. Lo llevaban por un pasillo largo y presentía las luces en el techo transcurriendo como las de una autopista. Sin embargo la mayor parte de los foquitos estaban quemados.
Una puerta se abrió con violencia y lo metieron en un cuarto pequeño. O al menos eso fue lo que se imaginó. Luego le pusieron una máscara en la cara, sintió un olor extraño, frío, entrando por su boca y llenando su cuerpo. Los ojos le ardieron levemente y al final no supo nada más. Cuando despertó se sentía mucho mejor.
Estaba en una habitación diminuta, de color marrón clarito con manchas amarillas de humedad en las paredes, pésimamente iluminada. Pero al menos no la compartía con nadie más y le habían puesto una estufa. No pudo levantar ni un poco la cabeza, pero con los ojos entreabiertos se animó a inspeccionar brevemente los detalles del lugar. Sin darse cuenta buscaba un rincón por donde escabullirse.
Sin embargo cuando entró la enfermera su ánimo se reprogramó por completo. Era una chica paraguaya, de pelo tan negro como el pozo en el alma de los borrachos y ojos asesinos, como los de un gato. Llevaba los labios rojos pintados con un rouge tan furioso y barato como su perfume, e inmediatamente quiso inmolarse en el fondo de su escote.
-Señor Hijitus- Le dijo ella, y eso ya le gustó porque nunca nadie lo llamaba señor. -Pronto estará repuesto por completo. Su amigo Larguirucho estuvo aquí esta mañana y le trajo un cubo de rubik para que se entretuviera mientras tanto. En realidad no puede jugar con él porque todavía está demasiado débil. Pero no se preocupe; para mañana no tendrá problemas en intentarlo. ¿Puedo ayudarlo con algo?
Hijitus sonrió, después de mucho tiempo.
-Un beso, nada más.- Dijo.
La chica sonrió, acarició su brazo y le besó la frente. En seguida salió por la puerta.

Más útil habría sido pedirle un diario. Hijitus sabía que no estaba allí por una gripe. Más tarde, durante un sueño, recordó el infierno de disparos a todo su alrededor. Él también llevaba un arma. Dos. Una en cada mano. Detrás suyo había tres policías en el suelo. Uno de ellos se revolvía con un agujero en el estómago sobre un charco de sangre. Los otros dos estaban muertos. Adelante, refugiados detrás de escritorios y barricadas improvisadas con dispensers de agua, sillas y ficheros de archivos, otros agentes desesperados le gritaban y abrían fuego. Todos debían estar muertos, porque él había logrado sobrevivir. Por fin podía sentirse realizado.

***

-Oiga, Hijitus. Usted esconde algo- La enfermera le había apoyado una mano sobre la pierna.
-Si, Clarita. Justo ahí abajo.
Ella sonrió.
-No- Dijo -Algo grave.
-Esto también es grave.
Clara se puso súbitamente seria. Los ojos se le prendieron fuego y por un instante, Hijitus creyó que la chica iba a golpearlo. En vez de eso, se dirigió a la puerta casi corriendo. Antes de que girara el picaporte quiso explicarse.
-Todos escondemos algo, Clarita.
-Si, pero usted es diferente.
-¿Cómo sabés?
-Porque usted puede volar.

Cuando la enfermera se hubo ido, Hijitus tomó en sus manos el cubo de rubik que estaba sobre la mesita de luz y lo contempló durante un rato. Pensaba en su vieja. Y en Pichichus. Y Larguirucho ¿Dónde mierda estaba Larguirucho? ¿Por qué no volvió en todos esos días? Sintió una profunda necesidad de llorar, de casarse con Clara, de volver a Trulalá. O tal vez no. Al menos de esto último podía prescindir. Ya no había nada en su pueblo esperándolo; sólo un montón de memoria fósil de tiempos mejores. Era imposible volver. Se durmió imaginando una nueva vida en Montevideo.
La enfermera pasaba cada tanto por la puerta, medio abierta, y lo observaba. Era parte de su ronda, pero con él solía quedarse un poco más. Sólo unos pocos segundos. Cuatro. Cinco. No podía quitarle la vista de encima. Lo veía dormir y parecía que el tipo descansaba después de siglos interminables peleando contra los malos, contra edificios y dragones. Esto la enternecía, pero se había decidido a que no fuera tan fácil. Después de todo ¿contra qué edificios y qué dragones había estado peleando Hijitus? Hasta no saberlo ella no podía arriesgarse.
-Tengo un gurí, ¿sabés?- Ahora ya lo tuteaba. –De seis añitos. Ya empezó la escuela el guacho.
-¿Y el papá?
-El papá está preso. Un pelotudo era ese.
-¿No lo extrañás?
Clara sacó la lengua como si la idea le repugnara.
-Para nada.
-Debés ser buena madre, vos.
Ella rió con ganas.
-Callate. ¿Qué sabés vos, chamuyero?
-¡De verdad!
-Ah, ¿si? ¿Y por qué decís que debo ser buena madre?
Hijitus estaba decidido a ir por todo. Apoyó su mano sobre la de Clara.
-Si a mí me pudiste cuidar tan bien, sin conocerme apenas.
-Es mi trabajo- Dijo ella. Los ojos le brillaban como dos perlas de brea.
Hijitus retiró la mano, pero sabía que la partida estaba ganada.
-Tu trabajo es reponer el suero. Pero hiciste mucho más que eso.
-¿Y vos? ¿No extrañás a nadie?
El contraataque lo sorprendió un poco. Ella lo notó. Los músculos de su rostro de golpe se tensaron y en los labios se le dibujó un gesto de dolor.
-Si- Dijo Hijitus finalmente. -Extraño a mi perro.
Clara entendió que el tipo hablaba en serio.
-¿Qué le pasó?
La barbilla de Hijitus había comenzado a temblar.
-Lo abandoné, Clarita. Ese es mi secreto.
Pero ella posó suavemente un dedo sobre su boca para callarlo, y fue acercándose, con lentitud, hasta besarlo. Fin de la escena.

***

Clarita al pie de un naranjo, tomando tereré mientras cae la tarde, tranquila, sobre la selva verde. Más abajo el río también descansa y se lo oye con lentitud, como a la respiración de un viajante. Hijitus tiene una nueva idea, se siente eufórico por lo que ha descubierto. Camina en círculos sobre sus propios pasos y rechaza, agitando una mano, el tereré que Clarita le ofrece. Una y otra vez.
-¿Qué te pasa a vos, che?
Hijitus apenas la escucha. Por supuesto que quiere compartir la revelación con ella, pero antes desearía poder verla con claridad para ser capaz de explicarla completamente, sin dejar cabos sueltos.
-¿Podés decirme al menos de qué se trata?
-El Doctor Neurus- Contesta, secamente.
Clara frunce el entrecejo y arruga la nariz, como si estuviera oliendo mierda. En realidad es como si solamente la intuyera. Pero Hijitus está tan concentrado que ni siquiera llega a notar el gesto que, por lo demás, iba dirigido a él.
-¿De qué estás hablando vos, chamigo?
Entonces Hijitus, de golpe, se detiene, justo frente a ella. Pero todavía no alcanza a comprender lo que está sucediendo. En vez de observar a su alrededor, vuelve a focalizar en sus pensamientos y comienza a escupirlos bocanadas de aserrín sobre el suelo rojizo del territorio guaraní.
-El Doctor Neurus, Clarita. Es él. Él controla todo- Explica. -Tiene que haber inventado una máquina o un dispositivo particularmente poderoso y original, algo nunca antes visto por el hombre, para dirigir las mentes de los agentes policiales del conurbano y de la federal.
-¿Y de la metropolitana?- Se interesó ella por un instante.
-No, de esos no hace falta.
Finalmente Hijitus aceptó un tereré.
-No entiendo por qué sino las fuerzas del orden estarían trabajando para conservar un espacio de poder que no sólo implica sostener el estado deplorable de las cosas, sino además degenerar las fuerzas institucionales en incontables casos de corrupción y brutalidad, física e intelectual.
-No, Hijitus; yo no te entiendo ni una palabra de lo que vos me decís, ¿sabés? ¿Por qué no te dejás de hinchar un poquito los huevos con todo esto?
Hijitus miró entonces el suelo, la tierra de la selva. A su alrededor se había desparramado el aserrín. Clara sonreía en la quietud. Más abajo el río se había vuelto negro, espeso como el petróleo. En el cielo azul profundo apareció una avioneta ruidosa, brillando como una estrella fugaz que anunciara el fin del mundo, y sintió entonces unas incontenibles ganas de llorar.
-El Doctor Neurus lo controla todo- Susurró, y miró los ojos verdes y amarillos de Clarita.
-Si- Contestó ella. E Hijitus despertó.

Un verdadero héroe lo abandona todo. Está dispuesto al máximo sacrificio. Dejó el hospital cuando ella no estaba de guardia. No se volvió ni una sola vez para contemplarlo con nostalgia y se juró a sí mismo no estar nunca más en uno de esos. No esperaba que volvieran a ocuparse de él.
Como no tenía ni para el colectivo tuvo que manguearle al chofer que al menos lo alcanzara hasta Constitución. El tipo se apiadó de su aspecto de linyera al borde de la muerte.
-¿No estás meado, cagado ni nada raro?- Le preguntó antes.
Hijitus bajó la mirada. Contestó que no, por supuesto. Entonces le dijeron que suba.
Se sentó en el asiento de atrás y recordó que Larguirucho siempre le decía, hacía muchos años. Si yo tuviera un sombrero como ese lo usaría para no tener que tomarme un solo bondi más en mi vida. Sonrió. Extrañaba a ese boludo. Esperaba volver a verlo pronto ahora que todo el lío parecía haber aflojado.
Era de mañana. Constitución era un hervidero de gente que corría de un lado a otro. Había trenes esperando en los andenes y otros que se iban. También había trenes que llegaban. En medio de la multitud intentó pasar desapercibido y colarse por un costado, eludiendo a los guardias y los molinetes. Debió haber previsto que la gente como él no pasa nunca desapercibida. Un guardia lo tomó bruscamente de un brazo.
-¿A dónde vas, amigo?
-Disculpe. No quise.
-Tenés que pagar el boleto, como todos.
-Sí, lo sé. Es que en este momento… salí hoy del hospital, ¿sabe?
El otro empezó a mirar hacia un costado.
-La verdad es que no tengo para pagar el boleto.
-Está bien. Pero eso no es mi culpa.
-Tampoco la mía.
El tipo se rió.
-No te puedo dejar pasar. Estás comprometiendo mi trabajo.
-Soy Hijitus, ¿no me reconoce?
Y el tipo se rió todavía más fuerte.
-Y yo soy Xuxa.
-No te parecés a Xuxa.
-Bueno, viejo. Basta. Tomatelás de acá o voy a tener que llamar a la policía.
Entonces Hijitus abrió muy grande los ojos, apoyó una mano en el hombro del guardia y, de repente, rompió en una ruidosa carcajada que llamó la atención de toda la gente alrededor, que a pesar de oírla, siguió de largo.
-¿A la policía vas a llamar?- Dijo, ahogado entre medio de las risas. El otro parecía desconcertado. -Me cargué a más de treinta policías antes de entrar a ese hospital, y puedo cargarme a otros treinta hoy, si tengo ganas. Eso incluiría a un guardia vigilante. Llamá a la policía si querés. Pero no te vas a olvidar nunca de mí: yo soy Súper Hijitus. Héroe de niños y de ancianos. Patrono de Trulalá. Defensor de la paz, amigo de los animales y férreo luchador de la justicia. Protejo al mundo de los malos, acompañado de mi fiel mascota, Pichichus, y de los crueles y desalmados. Y todo el que se interponga en mi camino de ayudar al pobre y al despojado, sufrirá las consecuencias de mi increíble fuerza sobrenatural, ¡recibida de mi Sombrero Sombreritus!
El guardia apoyó una tarjeta en el molinete.
-Tomá- Le dijo. -Pasá, loco de mierda.

***

Encontró su casa como la había dejado hacía un par de meses atrás, solo que con más polvo. En el suelo, sobre los muebles, cubriendo una botella aquí y otra allá. Un pedazo de sánguche verde. El cenicero con las tuquitas. Todo estaba en su lugar, pero el polvo reinaba.
Debajo de sus zapatos crujían también esquirlas invisibles de vidrio, de la noche que tirotearon el frente de la casa. Contempló la ventana rota y el recuerdo de pronto se hizo tan presente que pareció estar allí, hablándole, mostrándole la forma en que había sucedido. Si, decía Hijitus; Fue así. Y le maravilló experimentar la misma sensación de entonces, cuando concluyó que Oaky debió haberlo traicionado.
Se paró en medio de la sala y observó a su alrededor. El lugar podía estar queriendo decirle algo. Goldsilver, Goldsilver, repetía en voz baja. ¿Cómo es que en todos esos meses no habían ido a buscarlo? Si Oaky sabía lo de Mosconi. Tenía que saberlo. No era boludo. Un día aparece Hijitus preguntando por Mosconi, y poco tiempo después Mosconi está muerto. Y luego todos los agentes que estaban a su cargo. Y después, policías de distintas jurisdicciones. Hasta un nene de preescolar podía relacionar los hechos y llegar a las mismas conclusiones, sobre todo considerando que ocurrieron mientras Hijitus estaba desaparecido y sin su perro.
Entonces, si Oaky sabía lo de Mosconi, ¿por qué nunca habían ido a buscarlo? La respuesta era sencilla: Oaky no se lo contó a nadie.

Tenía que ir a verlo. Necesitaba entender por qué Oaky había rehusado destruirlo. Y sobre todo, necesitaba saber quién le había avisado sus planes a Mosconi, quién era realmente el traidor.
Se dio una ducha. Una de esas duchas que amaba, de las largas, las hirvientes. Purgaban su piel. Arreciaban su alma. Se afeitó. Antes de vestirse se masturbó evocando el perfume de la vecinita de enfrente, jurándose a si mismo que aquella sería la última vez. Luego buscó el sombrero en el placard y lo tuvo en sus manos un rato, como si se tratara de su propia vida, antes de decidirse a atravesarlo. También se dijo que por última vez.
Atravesó la ciudad por el aire, de sur a norte, en poco más de diez minutos. Finalmente llegó al enorme edificio que presidía la firma GS Abogados. En el piso más alto se hallaba la oficina de Oaky. Voló hasta una de sus enormes ventanas y, procurando no ser visto, observó el movimiento en el interior.
Oaky estaba jugando videojuegos en una pantalla empotrada sobre una de las paredes. Se lo veía entusiasmado disparando a unos zombies que le salían al paso desde todas partes, y sólo se detuvo dos veces, en un lapso de media hora, cuando una chica le acercó unas carpetas con papeles. En ambas oportunidades los estudió rápidamente y después de darle algunas indicaciones a su empleada volvió a su juego.
La chica lucía como una conejita de Playboy, pero no parecía que esto a Oaky le importara demasiado. En ningún momento le miró el culo, que estallaba debajo de una pollera corta muy ajustada, ni tampoco bromeó con ella de ninguna forma. Cuando la chica salió de la oficina la segunda vez, Hijitus golpeó suavemente la ventana. Oaky, sobresaltado, se volvió en su dirección. Quedó con la boca abierta al ver a Hijitus flotando allá afuera.

Abrió la ventana y lo invitó a pasar. Adentro el ambiente era mucho más confortable que afuera; Al menos no corrían vientos de setenta kilómetros por hora.
-Qué sorpresa, Hijitus. ¿Qué te trae por acá?- La voz le temblaba un poco.
Hijitus se paseó despreocupadamente por la oficina. Fue hasta el escritorio y comenzó a agarrar las cosas que había sobre él, como si le pertenecieran. Un posavasos, una calculadora, un hermoso encendedor con la bandera de Alemania.
-¿Estuviste en Alemania?
Oaky pareció confundido.
-Si, por trabajo.
-Qué lindo trabajo debés tener.
-No me quejo.
Hijitus dejó escapar una risita infantil. Luego caminó hasta el televisor, donde un zombie horrible que se abalanzaba desde la pantalla había quedado inmóvil, en estado de pausa.
-¿Es divertida esta mierda?- Preguntó, señalándolo.
-No sé- Dijo Oaky, levantando los hombros. -Pero es adictiva.
-Sí, te entiendo. Como matar policías.
Oaky abrió bien grande los ojos.
-Oíme, Hijitus. Yo no le dije nada a nadie.
-Ya lo sé, Oaky. Ya lo sé. ¿Puedo sentarme un momento?
Oaky asintió moviendo la cabeza, e Hijitus se sentó en el sillón frente a la pantalla.
-¿Por qué no le dijiste a nadie?
Oaky había quedado parado detrás.
-Porque no soy un vigilante.
-Sin embargo Mosconi sabía que yo iba a ir a buscarlo. Intentó persuadirme reventando el frente de mi casa.
-Yo no tuve nada que ver, Hijitus; Te lo juro.
-¿Tenés idea quién pudo haber sido?
Entonces Oaky se quedó en silencio. Hijitus giró sobre su espalda, sin levantarse del sillón, y lo miró. Estaba pálido como uno de esos zombies.
-¿Sabés quién fue, Oaky?
Oaky movió los ojos para los costados.
-No entiendo- Dijo.
Hijitus se puso de pie.
-¿Qué cosa no entendés?
-Es decir, ¿cómo podría saberlo yo?
Hijitus caminó unos pasos hacia él, sin quitarle la vista de encima.
-No te hagas el boludo conmigo.
-No me estoy haciendo el boludo, Hijitus. En verdad no tengo por qué saberlo. Esa guerra no fue mía. Vos me buscaste y yo decidí no meterme. Si elegí no hablar en ese momento, ¿por qué elegiría ahora encubrir cualquier cosa?
-No juegues conmigo.
Hijitus estaba a unos pocos centímetros de Oaky, que permanecía paralizado en medio de la oficina.
-No estoy jugando. Además ¿no es evidente?
-¿Qué cosa?
-Quién fue. No entiendo por qué me lo tenés que preguntar a mí.
Ahora Hijitus pareció más confundido que Oaky.
-De qué mierda estás hablando.
-De qué fuiste vos, Hijitus. Vos le avisaste tus planes a Mosconi. La primera vez que fuiste a verlo.
Los ojos de Hijitus se encendieron.
-Qué carajos estás diciendo.
-Que sos un boludo. Vos mismo arruinaste todo, como lo hiciste durante toda tu vida. Es increíble que no puedas verlo. No tendrías que haber hablado con Mosconi. No se negocia con el enemigo. Lo pusiste sobre aviso y el tipo se defendió atacando. ¿Tan boludo sos, Hijitus?
Hijitus saltó de pronto sobre Oaky y lo tomó del cuello. En menos de un segundo salió volando destrozando la ventana. Oaky intentó, desesperado, aferrarse a sus hombros y brazos. Sintió que se le desprendían los botones de la camisa, pero no gritó.
-Sos un peligro para todos, hijo de puta- Le dijo. En ese preciso momento Hijitus lo soltó.

Sin

Voy a decirlo de esta forma, como para que no queden dudas: Hijitus tenía problemas mentales. Serios. Muy serios.
Alrededor del cuerpo de Oaky (o de lo poco que quedaba del cuerpo de Oaky) se arremolinó un grupo de curiosos atraídos quizás por la oportunidad de una muestra gratuita de anatomía humana. En la misma proporción hubo gente que salió corriendo, horrorizada. Incluso pudieron oírse algunos gritos. En cualquier caso, todos miraban hacia arriba para constatar la altura desde la que había caído. Treinta pisos, antes de reventarse contra el suelo.
Si alguno de ellos hubiera tenido súper-visión, habría notado que todavía más alto, mucho más alto, casi llegando a las nubes, un punto azul inmóvil se cernía sobre ellos: Pero Hijitus sí podía verlos a ellos.
Luego llegó la policía. Tomaron fotos, anotaron los detalles en sus libretitas, preguntaron a los transeúntes. Una vieja se comprometió a salir de testigo. Contó que iba caminando por la vereda cuando una lluvia de vidrios le cayó encima. Entonces se cubrió la cabeza con la cartera y se alejó del lugar unos pasos, al trotecito. Apenas tuvo tiempo de reparar en un grito que aumentaba velozmente. Cuando se volvió para mirar hacia arriba, ahí nomás, a quince metros, en el suelo, el pobre tipo estalló, casi junto a ella.
Dijo que al principio no entendió nada. Que tardó un momento en salir del estado de shock. Una señora se le acercó luego, la tomó por los hombros y poco a poco la fue sacando del estupor.
Hijitus, con su súper-oído biónico, escuchó cada palabra, y hay que decir que se decepcionó un poco cuando confirmó que la viejita no tenía la menor idea de lo que había pasado realmente.
Al cabo de un rato llegó la ambulancia y los enfermeros cubrieron los restos, los cargaron luego sobre la camilla y se fueron tan rápido como habían llegado, llevándose consigo la diversión. El grupo de curiosos que se había reunido alrededor, y que había ido creciendo como crece el número de hormigas alrededor de una cucaracha muerta, se fue dispersando lentamente, con sus silenciosas sonrisas satisfechas en las caras, con sus centelleantes miradas extasiadas; ojos que presenciaban la muerte, el milagro divino. Todos ellos tendrían algo para contar durante la cena.

Dos botellas de whisky. Hijitus hundido en el sillón, incapaz de levantarse, con la vista clavada en la pantalla de la tele. Hubiera querido cambiar de canal. Apagarla. No. Apagarla no. Necesitaba ocupar su mente con estupideces. Al menos hoy. Que alguien le dijera qué pensar. Y cómo pensarlo. Eliminar cualquier rastro de pensamiento propio. Entregarse a la maquinaria del pensamiento puramente emocional: esto me hace reír, esto me hace enojar. Esto me recuerda cuando mi papá me enseñó a andar en bicicleta.
En vez de eso, en cada puto canal no hacían otra cosa que hablar de la muerte de Oaky. Del suicidio de Oaky. En los noticieros, en los programas de chimentos, en esos programas que hablaban de otros programas. Acá charlaban con el portero del edificio, allá mostraban un video emotivo que repasaba la vida del empresario. En otro lugar comentaban las posibilidades de homicidio. Pero nada serio.
Hijitus se había cansado; Había dejado uno de esos canales que pasan noticias las veinticuatro horas. Y hacía por lo menos una que había quedado clavado ahí. Así yo también hago mi propio canal de noticias, pensaba. Veinticuatro horas, la misma puta noticia. ¡Último momento! El muerto no se despierta. Tampoco hará declaraciones. Intentaremos hablar con el primo de un vecino que ¡dice que lo conocía!
Hijitus no podía moverse. Los ojos rojos por el whisky y la radiación de la tele. Giró la cabeza. Ahí, a un costado, el teléfono silencioso como la muerte. Larguirucho no iba a llamarlo. Lo sabía. Nunca más. Esta vez era en serio. Sabía muy bien que no lo perdonaría. Después de todo, estábamos hablando de Oaky. No se trataba de Mosconi, ni de treinta agentes policiales. Hablábamos de un amigo, de la infancia, de Trulalá. Hijitus sabía muy bien que acababa de matar mucho más que al Oaky empresario.
Extrañaba a Pichichus, por supuesto, pero en cierta forma lo dejaba tranquilo que estuviera en lo de su vieja, dado su deplorable estado y el de la casa. Qué diría Pichichus si lo viera así. Lo imaginó arrojado en un rincón, probablemente debajo de la ventana baleada, observándolo, con cara de miedo, desconociéndolo, destruido igual que él. Por dentro. El viejo amigo de quién.
Sonó el teléfono.
Sonó una.
Sonó dos veces.
Tres.
Lo que esa llamada pudiera depararle no tendría nada bueno. Decidió no atender.

***

El viento, de a poco, había convertido el barrio en un basural. Desde todas partes llegaba el aroma ácido y profundo del plástico podrido, del aceite cortado por orina de ratas y gatos, de microcomponentes oxidados deshaciéndose al sol. Ya no había nada noble en esas calles. El paisaje era una fotografía desierta en blanco y negro. La noche no se diferenciaba del día. La muerte se había instalado en cada esquina como un vigilante silencioso.
Hijitus había tapiado la ventana rota con unas gruesas tablas de madera. Se había asegurado de que no quedara el más mínimo espacio de separación entre una y otra. Evitaba así que el hedor de afuera se metiera en la casa. Extrañaba, eso sí, los olores de Pichichus. No hay nada más triste que el olor a ausencia de perro.
Sin Pichichus, la mitad de su vida estaba en blanco. Hubiera querido instalarse en lo de su vieja pero no iba a estar rogando. Después de todo, la soledad no era más que un capricho lujoso. Y el licor de durazno que cada noche suplantaba al whisky malo.
Los primeros días, antes de dormirse, recordaba el fondo de la casa de su vieja, en Devoto, donde cavó el pozo para Pichichus. Veía de nuevo su profundidad, con la misma embriaguez que lo veía entonces, y se caía dentro presa de un vértigo poderoso, ese que divide el sueño de la vigilia. Pero caía con la sensación extraña de no ser él realmente. Más bien como si fuese una palada de tierra negra y húmeda. Era arrojado por los aires. Veía el cielo primero. Giraba una, dos, tres veces. Veía el pasto verde, la pared del fondo. Y luego la bolsa de consorcio, dentro del pozo, en la que Pichichus acabaría por descomponerse. Con velocidad cada vez mayor, caía hacia ella. Y cuando estaba al fin por alcanzarla, por entrar en su oscuridad eterna, un grito como un fuego escapaba desde la raíz del propio sueño y lo quemaba.
Despertaba cubierto de sudor y corría al baño con la sensación de hallarse a punto de vomitar. Pero nunca sucedía. Tan sólo se arrodillaba frente al inodoro y lloraba.
Luego, al acostarse, se iba tranquilizando de a poco. Lentamente el jardín verde de la casa de su vieja se convertía en una larga pradera. Caminaba descalzo sobre el pasto recién cortado y, aunque a veces una aparición indeseable lo sorprendía (por ejemplo un dedo, un ojo, la billetera de Mosconi), nada le perturbaba y continuaba, tranquilo, hacia adelante.
A veces, a un costado, había un arroyo luminoso que corría en silencio. Solía ver a Larguirucho recostado en sus orillas, pescando con una caña y fumándose un porro hermoso recién armado, debajo de un árbol. Lo saludaba desde lejos, con alegría. Le gritaba que a la vuelta se detendría con él un momento, a compartir el fruto de la pesca.
-Andá tranquilo, vos, Hijitus.- Le decía Larguirucho.
Entonces seguía su camino, y las nubes se iban tiñendo de rojo y violeta y en el suelo, por aquí, por allá, la hierba se iba cubriendo de naranjas. A veces levantaba una y la chupaba. Esos eran los sueños más lindos.